Por razones que no vienen al caso de este artículo, en días pasados me encontré compartiendo una tarde con un grupo de jóvenes profesionales de la medicina. Generalmente en estas reuniones, cuando se dan después de los 30 años, los integrantes de un clan que en otrora fue inseparable, cómplices de mil y un aventuras de los años de la universidad, se reúnen a compartir las historias terribles de lo que significa ser adulto en este mundo poshistórico en el cual nos ha tocado vivir. Este se convierte en el tiempo de compartir recetas, rememorar travesuras, pintar de rosado las estupideces juveniles y glorificar momentos banales que desconcertarían a cualquiera que los escuchara fuera de contexto.
En mi caso, al haberme desarrollado en una profesión que, aunque malquerida y peor considerada, dista mucho de estar envuelta en un manto de sórdidos momentos, más allá de aquellos que son considerablemente comunes entre todos los grupos humanos, las conversaciones se mantenían ancladas en un escurridizo pasado que cada vez se va volviendo más difuso y romántico, y en nuevas técnicas para no perder la cordura.
Pero heme allí ese día, siendo solo un espectador invitado, puro observador despistado en una reunión de jóvenes doctores. La excusa de la reunión fue comer, que es de inicio una muy buena razón para coordinar cualquier reunión. Así llegamos, con la expectativa de morir lentamente de aburrimiento y no tener nada de importancia ni relevancia que contar al final del día más allá de los superficiales chismes que surgen y expiran con la rapidez de una estrella fugaz. Pero al final de la noche no sería el aburrimiento ni los chismes los que nos acompañarían a la casa, sino la indignación y el desconcierto por la putrefacción que subyace bajo la ilusión de sociedad que tenemos.
La tarde empezó con conversaciones cruzadas y entrelazadas de 5 profesionales de distintas especialidades compartiendo particularidades técnicas de cada una de sus áreas, los avances, los retrasos y las aplicaciones reales que años de estudio y práctica traían a la conversación. Y aun cuando mi participación en la conversación era espaciado y distante, siempre es interesante el escuchar a profesionales hablando de su profesión, aun cuando la participación de uno se vea mermada por la falta de conocimiento técnico sobre la materia. Siguiendo el pasar de las horas, pasamos a la fase de las remembranzas, y es aquí donde toda la noche toma un giro hacia un lugar del cual nunca había tenido ningún conocimiento, los horrores de la residencia médica.
Cabe destacar que mis comentarios surgen de la experiencia anecdótica de aquellos invitados a la cena y de conversaciones que luego sostuve con otros egresados de esta experiencia. Con toda la informalidad milenial que corresponde, con plato en mano, piernas cruzadas sobre las sillas, sentados en la sala alrededor de una mesa repleta de vasos de refresco, copas de vino vacías y pies descalzos, estas profesionales de la medicina empezaron a contar, de manera casual y luego de manera más detallada, a petición mía, los horrores a los cuáles se ven sometidas las residentes de medicina en los hospitales de la República Dominicana.
Desde el acoso verbal directo por parte de médicos especialistas y residentes de mayor tiempo, pasando por nalgadas, roces y manoseos, hasta el organizar entregas en oficinas vacías con la finalidad de poder estar a solas con la residente. Además de esto en algunos hospitales se realizan entregas de premios, de manera bastante pública, a quienes más o menos utilicen el sexo como divisa de pago entre residentes, especialistas, pacientes, o con familiares de pacientes.
Las historias de horror empezaron en lo general y luego se fueron particularizando. Historias de dejarlas “presas” con servicios consecutivos por períodos prologados por no “cooperar” con quienes de ellas requerían más de lo que la perfección de su profesión así les demanda. Acongojados recuerdos sobre la manipulación ejercida sobre compañeras para que “cooperaran”, que luego el doctor la iba a cuidar y a proteger, siendo luego estas estigmatizadas con la letra escarlata que les negaba la entrada en uno u otro hospital, por haber sido “la que cooperaba con fulano o mengano”.
Cuenta una doctora sobre una ocasión en la cual un residente de mayor tiempo le agarró una nalga con la expectativa de que a ella le gustara y quisiera más. Otra cuenta sobre el doctor que fue donde ella a pedirle que le acompañara al baño para que lo ayudara a orinar, con la finalidad obvia y evidente que esto así sugiere.
Otra comentaba sobre los dobles estándares que existen para las residentes que “cooperan” y las que no, comentando sobre como una compañera que “cooperaba” con un especialista siempre tenían “un compromiso familiar” que era validado por este mismo superior que llamaba cada noche de servicio para que esta saliera a medianoche durante su tiempo de guardia, dejando siempre a la que no cooperaba atendiendo el servicio sola.
Así se fueron hilvanando las historias de maledicencias, toques indebidos, obscenidades verbales y físicas, vejaciones psicológicas, éticas, morales y físicas, presiones y sugerencias, todo esto soportado sobre el armazón del abuso del poder, la asimetría comparativa de funciones y los dobles estándares que dejaban encerradas haciendo servicios a las residentes que no cooperan, mientras que las que sí cooperan salen al colmado a beberse unos tragos y bailar con sus superiores.
En una ocasión una doctora tuvo que solicitarle a un residente de menor año que no se le despegara de su lado, para así poder evitar las constantes emboscadas que su superior le iba tendiendo. En otro caso otra doctora relató como esto sucede incluso con las pasantes universitarias, relatando como en su caso al residente que se la cogió con ella la dejaba presentado los temas del día de manera consecutiva, solo por ella negarse a salir con él.
Las historias se repiten, y mientras más preguntaba más me horrorizaba. Residentes que tuvieron que prestar servicios aún con amenazas de aborto y órdenes de reposo obligatorio, o que tuvieron que doblegarse, por cansancio, hartazgo o trauma antes las constantes obscenidades de sus superiores.
Siempre he dicho que el mayor daño que nos han legado quienes nos gobernaron por 20 años no fue el dinero que hayan sustraído del Estado, ni el ensanchamiento y el entorpecimiento del aparato gubernamental. Esas cosas se corrigen. El peor daño, el que más tiempo tardará en ser subsanado, es la profunda putrefacción moral que permitieron y fomentaron por medio del ejemplo. El hecho de que mientras los ciudadanos luchan contra un sistema sanitario deficiente, mientras la sociedad se esfuerza en capacitar a miles de profesionales, mientras los dominicanos de bien luchan cada día por un mejor mañana, estos degenerados malditos pululan en los pasillos y las oficinas a donde enviamos a nuestras hijas, hermanas, mujeres todas, a formarse.
La corrupción moral que afecta a nuestra República ha sido institucionalidad gracias a la desidia de las administraciones que durante 20 años le dieron la espalda a los principios de educación, moral y ética sobre los cuales este país ha sido construido. Mientras encumbramos a la mujer como pilar fundamental por la lucha de las libertades que hoy disfrutamos, permitimos que nuestros profesionales aprovechen la posición de poder que les otorga una supuesta superioridad jerárquica para perseguir y acosar a nuestras jóvenes profesionales, y normalizar entre los jóvenes doctores que los acompañan las pestilentes conductas propias de perros salvajes.
Cada vez que nos veamos agobiados y asombrados ante la violencia que afecta a nuestras familias, cuando nos preguntemos por qué tantas mujeres mueren a manos de indolentes en nuestro país, debemos de mirar, además de a los barrios, los colmadones, las discotecas y las bancas, a esos pasillos oscuros de nuestros hospitales donde los pulcros doctores le solicitan a las jóvenes residentes que cooperen.