Y descendió Jehová para ver la ciudad y la torre que edificaban los hijos de los hombres. 

Y dijo Jehová: He aquí el pueblo es uno, y todos éstos tienen un lenguaje: 

y han comenzado a obrar, y nada les retraerá ahora de lo que han pensando hacer. 

Ahora pues, descendamos, y confundamos allí sus lenguas, para que ninguno 

entienda el habla de su compañero.

Génesis 

Los idiomas, como la gente, tienen personalidad. El inglés me lo imagino siempre en dos versiones, masculinas ambas a dos. La versión de su primer imperio me la imagino como a su Churchill: un señor mayor, peleón, brillante y arrogante con pipa en mano, bastón innecesario y humo por doquier. A la versión del segundo imperio, me la imagino como un cuarentón, blanco también pero en forma, quizás menos profundo pero eternamente práctico, con prisa de llegar sin importarle mucho a dónde siempre y cuando sea el primero en hacerlo.

En mi cabeza, las palabras del inglés “inglés” flotan escritas a mano y en cursiva cuando la gente habla. Con pausas. Con ironías. Con recelos. Palabras como “hence” (por tanto) o “indeed” (en efecto, ciertamente). Palabras que el inglés de Estados Unidos mira con una mezcla casi cómica de asco e incredulidad. ¿Para qué, se pregunta, agregar palabras que no me dicen nada concreto, ni hechos, ni horas, ni direcciones? Y, hago mea culpa ante ustedes juventud divino tesoro, esas son mis palabras favoritas.

Esas, las que pretenden no ocupar espacio, como la secretaria en la reunión multitudinaria en la oficina de su jefa, haciéndose la caprina demente como dice mi padre, haciéndose la que no sabe y la que no ve. Esas, las que chismean lo que todo el mundo sabe, pero nadie quiere pronunciar. Esas, las primas de la distinguida palabra dominicana “ujúm” o la dominicanísima “vaina”. Ni usted ni yo las podemos realmente definir, medir, cercar porque lo pueden definir y expresar todo.

Esas palabras inglesas (o dominicanas, o tailandesas, o belgas) se convierten en lugares de resistencia y de placer. Como cuando mi profesor de Economía Avanzada en Boston terminaba la explicación de cada modelo econométrico diciendo “hence…”, expresión que es costumbre en algunas clases pero que él utilizaba a nivel Dios. La usaba docenas de veces en cada clase sabiendo (porque lo sabía muy bien) que no agregaba absolutamente nada práctico ni relevante ni útil en la tierra de lo práctico, lo relevante y lo útil. Era simplemente una fórmula de placer cotidiano que le generaba el GADEJO (léase, Ganas De Joder) más decadente. Casi casi como comerse un barquito de Helados Bon a las 11 de la mañana de un lunes con los pies encima del escritorio ignorando olímpicamente la décimo segunda llamada de tu jefe. (No, no lo he hecho, pero me habría encantado haber tenido el valor con par de gentes).

El hombre no podía ocultar que decir… No, que saborear la palabra “hence” cada 15 minutos era la venganza secreta que le permitía soportar la humillación de tener que enseñar Economía a grupo tras grupo de no economistas (y tenía razón porque brillantes que se diga brillantes no éramos). No hacía mucho esfuerzo en disimular la sonrisa que se le formaba de manera lenta pero segura al ver las caras de terror que lo miraban desde lo alto y sentir el silencio de ultratumba que solo interrumpían las únicas dos personas que habían entendido la demostración que acababa de compartirnos con su hermosa caligrafía en la moderna pizarra blanca.

 Pero los idiomas también son compuertas a mundos paralelos. Y cuando los atravesamos, como en la teletransportación de Viaje a las Estrellas, nos transformamos por dentro. La gente que me conoce bien sabe que hasta mi tono de voz cambia cuando hablo en inglés. Se vuelve un poco más grave (que no es que ayude mucho porque, según me informan, a los 49 todavía sueno como una adolescente en el teléfono). Y, además, como mi inglés es el del segundo imperio, se me revoltea la planificadora y académica gringa y empiezo a hablar en listas. “Este problema lo podemos explicar tomando en cuenta tres factores: el primero…”

Las puertas mágicas que nos abren los idiomas son aún más grandes, como nos imaginamos las del paraíso, cuando nos muestran un cachito de los corazones de la gente. Como cuando, hace muchos años, haciendo investigación en São Paulo, me pasé un día completo con un entrevistado maravilloso que me llevó en su carro a conocer varias de las escuelas y obras que se habían construido con el presupuesto participativo de la ciudad.

Yo estaba tan feliz de poder, por fin, completar esta tarea de mi lista (recuerden, me ser medio gringa), aprender de este proceso tan importante y conocer gente nueva que me llevó la mayor parte del día detenerme en la frase que mi nuevo amigo repetía incluso con más frecuencia que el “hence” del catedrático. Era que “la gente esto” y que “la gente lo otro” y yo pensando “¿y por qué es que João habla tanto de la gente si solo estamos él y yo?”.

Por un momento, se me ocurrió que era por el profundo sentido de lo colectivo y la justicia social que caracteriza al grupo de activistas que han implementado el presupuesto participativo en decenas de ciudades brasileñas para que la gente pueda decidir sobre cómo se utilizan los recursos del municipio. También pensé que yo me había confundido por lo mucho que me distrae el sonido musical del portugués brasileño (¡Diosas, no me dejen tener un novio de Brasil porque voy a fracasar!).

Y no fue hasta casi el final de nuestra jornada cuando João (no, no recuerdo su nombre pero tenía cara amable de João) me invitó al asado que tenía su familia y me presentó a su esposa, hijas, yernos, nietas y nietos que por fin entendí. “A gente” en Brasil es una expresión muy común que significa “yo”, “tú y yo” o “la gente como tú y yo” y sólo se puede entender en el contexto de cada frase y de cada conversación. Y al entenderla, comprendí todo lo que había pasado en el día de una manera nueva y más profunda, como cuando estamos en el acuario debajo de la pecera, miramos hacia arriba y vemos todo lo que era imposible ver cuando entramos… ¿Ya se lo imaginaron? Exacto.

En dos nanosegundos cambió totalmente todo lo que había escuchado y visto ese día y mi cerebro explotaba como fuegos artificiales a la medianoche del 31 de diciembre. Y los fuegos seguían detonando cuando el corazoncito me dijo “Esther, vengo ahora, voy allí a dar una lloraíta” porque viví la cercanía y la confianza que esta hermosura de ser humano me había mostrado todo el día y yo recién acababa de percibir. En ese momento sentí claramente, por primera vez, lo que había experimentado a retazos desde que llegué a Brasil: que estaba en casa, que esta era mi gente, que Brasil no es más que una República Dominicana gigantesca a la que la ha cogido la manía de hablar otro idioma. Y cuando ese idioma me abrió la puerta, entré por fin.

Por cierto, el profe, chileno y práctico él, que ahora me doy cuenta se parece a mi modelo del inglés norteamericano (sorry Canadians!) me sorprendería años más tarde lanzándose a la presidencia de su país. Y cuando vi las fotos de su candidatura (como es de lugar, al lado de su familia perfecta, sonriente y chilena) descubrí de su puño y letra en la pizarra blanca flotando en mi cabeza lo mismo que estaba yo pensando…

Indeeeeeed.