Las medidas de coerción son aquellas que el órgano judicial puede adoptar durante la fase preparatoria a fin de garantizar la permanencia de los imputados en los procesos penales, así como el cumplimiento de los efectos de una posible sentencia condenatoria. A grandes rasgos, dichas medidas se clasifican en dos tipos, las medidas de coerción personales y las medidas de coerción reales. Respecto a las medidas de coerción personales, nuestro código prescribe 7 tipos de medidas disponibles para ser impuestas a solicitud del Ministerio Publico y sobre la base de elementos preliminares tendentes a configurar una presunción razonable de culpabilidad por parte del investigado.
Aunque existe un catálogo de 7 medidas de coerción distintas en nuestro Código Procesal Penal, se percibe que la más recurrida de todas es la Prisión Preventiva. En ese sentido surgen impugnaciones al Ministerio Publico, y en ocasiones al Poder Judicial, por operar sobre criterios fundamentalmente represivos incapaces de considerar alternativas que garanticen la viabilidad del proceso sin apelar siempre a la prisión como una garantía de permanencia. Francamente son muchas las medidas de coerción que concluyen con la solicitud de la consignada en el artículo 226 numeral 7 del CPP, e igualmente alto el número de imposiciones, pero la elevada cantidad de prisiones preventivas no responde necesariamente a una política represiva empleada a consciencia por el Estado, sino más bien a una realidad social que muchas no da lugar a otras opciones.
Para la imposición de una medida de coerción deberá el juez evaluar la gravedad del hecho por el cual se investiga al encartado aunado al peligro de fuga que éste pudiera representar. Sin embargo, decidir sobre el peligro de fuga implicará siempre la detección de elementos que el legislador ha dispuesto como consustanciales a la peligrosidad que muestre el imputado de fugarse; elementos de tipo objetivo que pueden destruirse con la simple presentación de presupuestos a modo de garantías. Fuera de la gravedad del hecho, medible con la posible pena a imponer y el daño causado, y del propio comportamiento del imputado durante el procedimiento, el arraigo que pudiera presentar el imputado constituye un elemento de vital importancia a la hora de elegir la medida de coerción que más se adecúe al caso en concreto. Sin embargo, evaluar los arraigos en el país de cualquier persona amerita necesariamente escrutar las condiciones socioeconómicas de los imputados que muchas veces, y en el mayor número de casos, provienen de los sectores más desfavorecidos.
Conforme al artículo 229 numeral 1 del Código Procesal Penal el juez deberá tomar en cuenta el domicilio habitual del imputado, asiento conocido de la familia, de sus negocios o de su trabajo, pero resulta que el infractor común muchas veces no tiene familia, no trabaja ni mucho menos tiene un negocio licito conocido. Entre los casos más extremos aparecen aquellos que no poseen al menos una identificación que permita validar su registro civil, por lo que aquella persona que se encuentra en condición de imputado dispara alarmas que hacen presumir la existencia de un peligro de fuga real, imposibilitando así la aplicación de otra medida más leve que la Prisión Preventiva.
Así las cosas, la alta cantidad de Prisiones Preventivas que se imponen en la fase preparatoria es relativamente proporcional a la compleja realidad socioeconómica que comparte la gran mayoría de los infractores comunes y que no le permiten, obviamente, ofrecer garantías de permanencia al sistema judicial. No se trata, pues, de una marcada política de arbitrariedad o de un síntoma consecuente al complejo o prejuicio social; o sea, aquel que llevaría a dar un trato distinto a los ciudadanos de menor condición económica, sino más bien a una realidad del espectro social que produce un tipo de infractor que representa casi siempre un alto riesgo de escape. En ese orden, lo que se mide es si existe en cada caso el peligro de fuga en el imputado en cuestión, razón que llevará a la imposición de un tipo de medida de las dispuestas en el artículo 226 del CPP.
Otro de los elementos que se consideran en la deliberación de medidas de coerción es la gravedad del hecho, el cual se medirá tomando en cuenta el daño causado y la posible pena a imponer en caso de demostrarse el ilícito. La gravedad del hecho es un elemento que se distingue de las demás cuestiones a considerar para medir la existencia del peligro de fuga, pero de alguna manera se relaciona con los parámetros a considerar. En este punto, la gravedad del hecho cometido, entendido así por el autor del ilícito, se coloca en un esquema de tipo subjetivo que llevaría al imputado, por miedo a las consecuencias, a fugarse del proceso e incluso a maniobrar para desaparecer o trastocar potenciales pruebas.
Frente a casos penalmente graves y ante la realidad de tipo social anteriormente explicada, no les queda otro camino a los actores de justicia que la solicitud y la posterior imposición de la medida de coerción prescrita en el numeral 7 del artículo 226 del CPP, la cual, y en el marco del sistema de garantías procesales, estará siempre dispuesta a revisión para su posible variación en caso de que cambien o aparezcan presupuestos nuevos que den al traste con el llamado peligro de fuga.