La máscara del conformismo

Como habíamos referido en la entrega anterior, el miedo, en su versión normal es adaptativo y en su desborde se considera patológico.  Sabemos que estadísticamente la norma se grafica como  una curva más o menos perfecta en cuyos lados opera el afuera.  Ese afuera de la norma podría ser entonces positivo o negativo según esté en uno u otro extremo de la curva. Si aceptamos esta tesis estadística (campana de Gauss), un inconformismo podría ser motor para el avance social.

En el otro inconformismo, topamos  con un debilitamiento de nuestras respuestas defensivas que enmascara el miedo al riesgo, la angustia por un futuro siniestro, y preferimos repetir la conducta del animal condicionado, aunque el resultado sea un castigo. No se trata solo de la desesperanza aprendida por los múltiples ensayos fallidos, sino un miedo involutivo a lo nuevo. Solo unos cuantos se enfrentan a la experiencia nueva en una época de embotamiento afectivo.

Si el conformismo nos promete una sociedad ordenada y sin riesgo, cuando lo que está ante nuestros ojos es el desorden anómico y el delito sin bordes, la respuesta debería ser de inconformidad; sin embargo, la fórmula  del conductismo parece fallar pues el individuo no cambia la conducta, más bien la hipertrofia, aunque  ésta  sea contingente al castigo.  El bienestar de esta mascarada  inconformista, oculta el miedo y la ansiedad que nos genera una mirada a la incertidumbre que llamamos futuro.

La máscara del grupismo

"Golconda", de René Magritte.

El problema de la soledad en la sociedad actual y su secuela de efectos nocivos, es tema de otro artículo.  Lo toco de soslayo para resaltar nuestra condición de animal gregario que  nos compele a pertenecer, y dicha pertenencia nos concede estatus identitario a veces falso. Siempre hemos ido al grupo buscando protección.  El entorno seguro ha sido tema de la psicología evolutiva, la antropología y la sociología estructuralista. Empero, ¿puede considerarse a un pseudo grupo entorno seguro?

En esta época que parece ser un tránsito hacia un inquietante no-saber, se ha generalizado la idea de que debemos pertenecer a lo que sea, para no constituirnos en  blanco fácil. Ese temor a la vulnerabilidad en que se ha convertido la singularidad, se expresa en la inhibición del pensamiento; la discrepancia como pecado; la postura crítica  degradada a enfermedad mental, y aun aquellos que deberían coincidir o seguir tus ideas, huyen, y se apandillan con el poder para preservar un pírrico espacio. Hemos visto como pasan de profesionales y académicos a miembros destacados del circo mediático.

Cuando los grupos de poder asaltan el lenguaje, otro decir queda sin lugar donde tramitarse discurso, produciéndose de ese modo la marginación.  El miedo nos deja sin voz, a menos que negociemos hablar solo el lenguaje del poder.  Hoy el grupismo no es solo la conformidad a las normas, sino la búsqueda desbocada de subgrupos que garanticen beneficios individuales. Descalabrados los grupos tradicionales, el refugio ha sido construir pseudo/espacios; los más evidentes son las plataformas sociales (redes/soledades) donde se pantallea el sujeto que no es.

En la pertenencia sana, la seguridad y protección se construye de forma recíproca  por  la participación de los sujetos que conforman el grupo: familia, nación, etnia.  En los nuevos pseudo/espacios el individuo solo espera la seguridad para sí. Esto explicaría en parte la fragilidad de los partidos políticos, que pasan de ostentar un poder a desmoronarse ante la primera crisis, en una época en que ya el trasfuguismo no significa nada.

El miedo a si mismo

En esta larga era de la disolución en la que la última frontera de las negaciones es la autoanulación, experimentamos el miedo a la autenticidad. Siquiera nos atrevemos a interrogarnos sobre aquello que nos identifica y define aun frente a nosotros mismos.  Siempre dispuestos a disolvernos, no en el grupo en que nos hemos conformado, sino en una nueva media aritmética que poco a poco ha ido imponiendo su decir, ocupando espacios de poder y empujando, so pena de obsolescencia, a que acojamos esos decires como los únicos válidos.

Afuera de los decires te piensas nadie cuando en realidad ese afuera es el topos donde puedes ser tú mismo. Adentro de los decires te sientes protegido cuando en una extraña paradoja ejerces una especie de incriminación.  Sería como argüir: todo lo que soy es falso, solo es verdad la máscara  que me construye el decir de los pseudo/grupos a los que me acojo, no para ser yo mismo, sino para disolverme, hacerme invisible y, por lo tanto, invulnerable. Esa es la protección que nos entrega el pseudo/grupo, cuyo precio social es  alto.

El conocimiento, exigencia de una ubicación como sujeto crítico, escandaliza al disoluto que, disuelto en el pseudo/grupo puede ejercer sus depravaciones protegido por la ya referida disolución. Así, disoluto y disuelto terminan en un mejunje donde la moral no es necesaria. Lo que recuerda la psicología de las masas, donde las consecuencias éticas y morales no corresponden a nadie, sino a una cosa que alcanza categoría de sujeto: la propia masa.  En un linchamiento nadie es asesino.

El decir del Amo (influencer) no puede ser interpelado porque es un no/discurso un decir sin lenguaje, una lingüistería  esquizoide. El esclavo (usuario) no dice nada, solo repite sin entender y cambia su identidad por el selfie.

Sin pretender cerrar este tema de tantas aristas y lecturas posibles, dejamos abierta la pregunta para futuros debates: ¿la indiferencia, máscara  del miedo, es la solución  o es el problema?

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