“Los recibimos cuando son trabajo y moneda,
Los esquivamos cuando son justicia y encuentro”
Los pobres, signo de contradicción.
La transparencia del barro. Benjamín González Buelta, s.j.
Ediciones MSC. 1991. Sto.Dgo. Rep.Dom.
En febrero de 1998 me recomendaron la lectura del libro “La transparencia del barro. Salmos para el encuentro con los pobres” de Benjamín González Buelta, s.j. Es un libro de poemas que se convierten en oración y nos ayudan a descubrir la sabiduría de Dios en el corazón de la vida cotidiana. Ese libro ha sido para mí un acompañante fiel en el camino del servicio. Lo he leído tantas veces, que sus versos bailan dentro de mi cabeza, mezclándose entre ellos.
Llevo días pensando en el verso que encabeza este escrito, en la llamada de justicia y encuentro que durante muchos años nos han hecho no solo los más pobres que habitan nuestro país, sino también los inmigrantes más vulnerables, aquellos despojados de nacionalidad a causa de una sentencia que este 23 de septiembre cumple 10 años, aquellos cuyos nombres ignoramos, los que “contratamos cuando son fuerza joven y los barremos cuando son bagazos exprimidos”, o sencillamente, los necesitados de una palabra compasiva.
Probablemente algunas de las cosas que generan rechazo a los inmigrantes pobres tienen algo de verdad. Sin embargo, un discurso violento y cargado de prejuicios no soluciona ninguno de los problemas que se denuncian, pero sí agrava el sufrimiento de quienes han sido expulsados de su país por el hambre, la inseguridad y la pobreza, como ocurre con numerosos dominicanos emigrantes. Por tanto, si no está en nuestras posibilidades animar el diálogo respetuoso capaz de encontrar soluciones a la situación de la migración desordenada desde la justicia y la fraternidad, lo menos que podemos hacer es hablar con compasión de aquellos que tienen la misma inalienable dignidad humana de los dominicanos que también han emigrado a otros países en busca de un futuro mejor.
Entonces ¿para qué escribo este artículo? Pues para reconocer que el malestar y el miedo no son los únicos sentimientos que habitan la realidad de la migración haitiana en República Dominicana y para honrar lo que este colectivo me ha enseñado a mí y a quienes de manera cercana les han acompañado en sus luchas: una fe que crece en la adversidad y un sentido de comunidad que los ha unido en los largos procesos de lucha e incertidumbre que han tenido que atravesar.
Una de las riquezas del trabajo voluntario es recibir las enseñanzas que tienen para dar aquellos a quienes se sirve. Es su modo de retribuir el tiempo y el esfuerzo que se les dedica. “Los pobres son nuestros maestros” (San Gregorio Nacianceno), pero solo podemos descubrirlo abriendo el corazón a la riqueza de sus vidas.
La mayor parte de los migrantes —tan etiquetados y rechazados cuando vienen de países más pobres— nos muestran su capacidad de protegerse, ayudarse unos a otros y no darse por vencidos. Para salir adelante y proporcionar a sus hijos un techo y un poco de comida en la mesa, aceptan condiciones de trabajo muchas veces inaceptables para los nacionales en, por ejemplo, los sectores agrícolas y de la construcción
Al respecto, la Encuesta Sectorial Agrícola (ENAGROT-2022) del Instituto Nacional de Migración creado en virtud de la Ley No. 285-04 indica que los trabajadores extranjeros en la agricultura dominicana contribuyen de manera significativa a que tengamos en nuestra mesa arroz, plátano y habichuela provenientes de las provincias Mao, La Vega, Espaillat, Duarte, Barahona y San Juan, por citar algunos casos. Quizás debamos, pues, ser más agradecidos con las personas que hacen posible que nos alimentemos. “Sonje lapli ki leve mayi ou” (recuerda la lluvia que hizo crecer tu maíz). Recordemos también al que cuida las cosechas que nos proporcionan alimento, al que construye nuestra casa y limpia nuestros jardines.
Los más pobres, no importa el acento con el que hablen, tienen algo que decirnos sobre nosotros mismos, no solo sobre nuestro amor por el país (que amarlo es también hacerlo más fraterno, justo y solidario, ¡que no se nos olvide!), sino más importante aún, sobre la hondura de nuestro cristianismo. San Romero de América, cuando todavía era Monseñor Romero, lo expresaba diciendo: “los pobres me enseñaron a leer el evangelio”. Que está muy bien creer en Dios, pero no cualquier dios vale. Hay un Dios, el de Jesús, al que le da hambre, que tiene sed, que es forastero, anda desnudo, se enferma, es encarcelado y cuenta con nosotros para comer, saciar su sed, ser acogido, recibir atención médica y ser visitado en la cárcel (Mateo 25, 31’ss). El proverbio “Bel anteman pa garanti syel” (un hermoso funeral no garantiza el cielo) nos recuerda a quienes nos consideramos creyentes que, si tenemos la mirada puesta en lo trascendente, lo que cuenta es nuestra manera de vivir en bondad, justicia y verdad.
Cada uno de nosotros tiene la posibilidad de alentar la vida del que está próximo, del que se cruza en nuestro camino, de aquel sobre quien hablamos o escribimos. Habrá quien crea que puede vivir de tal modo que nunca encuentre a uno de estos pobres en el camino, como si de montañas se tratase, pero sabemos que eso no es posible. Nuestras miradas se están cruzando constantemente. Si abrimos el corazón ahora, podríamos descubrir “la sencilla alegría, la que es hermana de las cosas pequeñas, de los encuentros cotidianas y de las rutinas necesarias, la que se mueve libre entre los grandes” (Benjamín González Buelta s.j. “La transparencia del barro. Salmos para el encuentro con los pobres”. Ediciones MSC. Sto.Dgo. 1991. P.86).