Uno de los grandes negocios del mundo actual –pero no menos despiadado– es el del tráfico de personas, así como la corrupción y la impunidad, que generan los países con fronteras de cristal y porosas. Y donde hay involucrados militares, políticos y civiles, capaces de cruzar un migrante por dinero. En el paso por la selva endemoniada del Darién, de Panamá, convergen hasta más de 35 naciones de migrantes que cruzan rumbo a la conquista del sueño americano (en lo que va de este año, más de 280 mil migrantes lo han cruzado a pie). Salen desde Necoclí, la playa de Medellín (Colombia) hasta 4 mil migrantes, cada día. Es una zona de efervescencia muy peligrosa, donde más de 15 mil migrantes ilegales buscan atravesar toda la región centroamericana. Conocido como el Tapón del Darién (en la frontera entre Colombia y Panamá), se estima que, desde que se hizo famosa esa ruta con migrantes cubanos, han cruzado más de medio millón de los cuales han muerto unos 258. Salen en bus desde la playa de Necoclí, solos o acompañados, ayudados por los denominados “coyotes” o “polleros”, que son los traficantes de personas ilegales. Ayudan a cruzar y a organizar la travesía a personas y familias completas, durante semanas y hasta meses; pese a su aparente indulgencia y bondad, esconden el engaño, la mentira y la extorsión. Los migrantes exhiben, en cambio, una enorme perseverancia y una insólita voluntad. Lo dejan todo. Lo venden todo: casa, auto y propiedades. Los coyotes los llevan a la línea invisible, en una especie de cadena, pues en cada albergue o parada hay otro coyote que ayuda, a cambio de una cuota de pago. Es decir, son decenas de coyotes los que tienen que usar para poder hacer la travesía completa hasta que “los sueltan a las buenas de dios”, pero antes, les retienen sus pasaportes. Los coyotes son pues traficantes de personas que viven de ese lucrativo y sucio negocio. Son una mafia. Una empresa: representan el mal menor. Sin embargo, hay ONGs humanitarias honestas que les ayudan, les dan asistencia psicológica y les regalan agua y comida. Hay migrantes con más dinero que los demás (como los ucranianos o coreanos) con quienes usan lanchas privadas. Buena parte de ellos no hablan porque no saben español y otros porque están agotados. A muchos, como se sabe, los extorsionan y les roban el dinero.
Cada migrante tiene su razón para migrar y su historia particular: algunas escalofriantes y penosas. Desde Necoclí y Turbo (Medellín) hasta Acandú y Bajo Chiquito (Panamá), la historia de estos migrantes transnacionales constituye un rosario de desdichas y penurias. Este calvario es un camino tortuoso, de escollos, llantos de niños hambrientos y cansados. En esta ruta migratoria cruzan ríos caudalosos, terrenos pantanosos, y tienen que enfrentar, en ocasiones, bandas criminales que les roban dinero y pertenencias. Llamado “éxodo de la pobreza”, a estas largas y extenuantes caravanas, han llegado a sumarse hasta 70 mil personas, desde el Darién hasta Tapachula, México, usando buses, trenes, camiones, y a pie. Hacen uso del denominado “la bestia” o “tren de la muerte” de Veracruz o Guadalajara, llamado así pues en el mismo mueren decenas de migrantes, y en el que caben, hacinados, hasta 2 mil personas.
“Los niños les dan fuerza a los padres”, dijo un migrante venezolano de piel tostada y ennegrecida por el sol, una frase que conmueve y estremece. En esta colusión, que constituye el negocio despiadado del tráfico de personas, incluyendo menores de edad, imperan la ilegalidad, el engaño y la estafa. Los coyotes les mienten al decirles que la ruta es de solo 2 días, pero duran 6 y 7 días. Tampoco les dicen de las dificultades del trayecto. Cada año, son deportados 800 mil personas ilegales, luego de hacer un recorrido de 67 kilómetros y hasta de 100, desde Medellín hasta el Tapón del Darién, una selva inhóspita y espesa. Es una cruel realidad, que entraña un submundo, en el que la condición humana se reduce a la mínima expresión de indolencia, egoísmo y canibalismo, pues ocurren violaciones sexuales, secuestros y extorsiones que van de la crueldad a la impiedad. Lo paradójico es que quienes sobreviven piensan que están hechos para un fin o porque “Dios tiene un propósito con ellos”, y por eso lo vuelven a intentar. En 2022, más de 500 mil lograron cruzar el Darién, en un proceso infernal que puede durar meses esperando y haciendo paradas en campamentos para descansar y reponerse, incluyendo a más de 25 mil menores de edad, desde el Golfo de Urabú hasta Capurganá. Según estadísticas de una ONGs, el 24% son de nacionalidad venezolana, cifra que podría duplicarse, tras el fraude de Nicolás Maduro y su intento de perpetuarse en el poder, violando la voluntad popular, lo cual hace que crezcan la desilusión y el desencanto. Este drama migratorio podría tener fin o disiparse, al menos por un tiempo, con el triunfo de Donald Trump, quien, en su campaña, prometió acabar con este éxodo hacia los EEUU: firmando tratados con los países que sirven de receptáculos de los migrantes o eliminando los estímulos e incentivos, como por ejemplo, modificando la constitución (o haciéndole una enmienda, cosa difícil), a fin de negarles la nacionalidad a los hijos de inmigrantes ilegales o irregulares.
La explicación a esta realidad migratoria de América Latina, de lo que va de siglo XXI, prefigura una hecatombe, ante la percepción de ver en los Estados Unidos, el paraíso terrenal y la utopía de realización de los sueños de libertad y progreso para salir de la miseria, el hambre, la violencia, el desempleo y el narcotráfico. Ante esta dura y cruel realidad, los migrantes optan por atravesar la selva panameña, en un acto de locura, en un estado demencial de desesperación, que conlleva cruzar cinco fronteras de Centroamérica.
La selva es un escenario poblado de plantas, árboles, animales, aves y fieras. También, de terrenos irregulares y montañas escarpadas: pedregosos, cenagosos, pantanosos, inhóspitos. En la cordillera, entre Medellín y Panamá, se yergue la exuberante selva, testigo mudo del tráfico ilegal de personas de todas las edades y de diferentes nacionalidades, donde se ven abusos a mujeres, y en cuyos senderos, se encuentran bolsas plásticas que indican la ruta, dejando ropas abandonadas y preservativos. Nadie termina de dominar o domeñar la selva y menos el Darién. Ni siquiera la tribu Guna, que la habita. El éxodo masivo de migrantes ya ha logrado depredar y contaminar el medio ambiente y los ríos del trayecto. Desde 2010, se dice que se inició dicho éxodo con los migrantes cubanos, que huyen de la vetusta y disfuncional tiranía socialista.
En el Darién lo imposible se hace posible, y se pone al límite el ser humano por lograr sus metas de cruzarlo. El migrante tiene así un combate psicológico consigo mismo y contra la selva: una batalla para evitar que esta lo venza. Los guardias colombianos y panameños tratan de salvaguardar la vida de los migrantes y algunos los asisten y orientan. Ningún migrante admite que lo volvería a hacer, al ver morir a compañeros de viaje o ver llorar de hambre a los niños. También por lo empedrado, sinuoso y difícil del trayecto. Al mirar, en el camino, cadáveres descompuestos y osamentas de migrantes que han perdido la vida en el intento, se miran en el mismo espejo trágico. Esas imágenes perturban y aterran, y jamás se les olvida a los sobrevivientes: marcan su memoria y su conciencia.
Migrar es un derecho. Es decir, un derecho humano, pero que viola leyes y tratados fronterizos de otros países. Los que llegan al Darién, como se sabe, arriban primero a la playa turística de Necoclí, que la han contaminado, provocando que muchos turistas la abandonen. De allí suben en lancha a Capurgurá; luego cruzan el Canaán y el río Membrillo en piraguas hasta llegar a San Vicente. Todos sienten miedo, pero continúan el trayecto de sol a sol. Algunos se quedan sin agua, lo cual aumenta la desesperación, el miedo a morir y el pánico entre los demás. Cada vez se suman nuevos migrantes de países cercanos o remotos como Ecuador, Venezuela, Vietnam, Congo o Afganistán. Los que sobreviven, llegan exhaustos y los que no, mueren de manera anónima, en tanto que unos pocos, se devuelven, rendidos y resignados. Sus historias son crueles, duras e inenarrables. Otros se quedan en medio del camino. La mayoría se aferra a la vida, en medio de la selva, plagada de peligros de muerte. En las tiendas de campaña, al menos, unos pocos, sacan un libro de viaje o de cabecera, y leen para atenuar los rigores del viaje u olvidarse del peligro. En el trayecto, nadie canta ni ríe ni lee. Todos van en silencio, presas del miedo y la incertidumbre. Algunos rezan, oran o meditan. Tratan de ser positivos y optimistas. Nunca negativos ni pesimistas. Otros caminan con los dientes apretados o temblando de terror. Solo el espíritu grupal les da fuerzas y fe. Cruzar la selva los llena de heroísmo, pero se los puede tragar y matar. Contemplan bellos e insólitos paisajes, pero también, estos se pueden convertir en espejismo o ilusiones, que hacen que terminen odiándola.
Se dice que de 1 a 5 de los migrantes son niños. En 2022, cruzaron por el Darién 44 mil niños. Todos huyen con sus padres de la pobreza, la persecución política, la falta de libertades, la discriminación y las guerras, confiesan. En el camino, van dejando ropas para ir más ligeros de equipaje. Cuando cae la noche, no pueden seguir, ya que deben dormir y la oscuridad les impide ver los caminos clandestinos y los trillos. Los que mueren de infarto son enterrados por los demás migrantes. Deben beber agua para no deshidratarse, pero tampoco mucha, pues deben ir livianos, y también para evitar dolores de estómago. Caminan con miedo a que les roben, a caerse de una pendiente y morir, como es frecuente. Una migrante venezolana lloró de modo inconsolable, al ver ahorcarse a una pareja de esposos, que perdió a su hija, al caerse por un desfiladero. Confiesan que lo más triste es ver llorar a los niños de miedo o de hambre, o ver y sentir la angustia y las penurias de sus padres.
En la bruma de la mañana, para mitigar el frío, usan abrigos y ropa ligera para el calor y chalecos salvavidas para cruzar ríos profundos. Aparecen los Médicos Sin Fronteras que los asisten con medicina y ONGs que les dan comida y agua en los albergues. Pero es insuficiente ante la avalancha de migrantes que no cesan en estas eternas caravanas. Todos los que sobreviven a la travesía prometen no volver ni se lo recomiendan a nadie. Cruzar la selva es un salto al vacío, un camino hacia la nada, una aventura al abismo de un destino incierto e inexpugnable. Afirman que a los 4 o 5 días piensan que se van a morir, pero resisten a la frustración y la impotencia. Ver morir a otros compañeros o suicidarse es lo que más les conmueve hasta el llanto a los migrantes, que logran cruzar el Darién. Huir de la guerra y el hambre a veces es la salida. Pero no se sabe que es lo peor de este dilema. Prefieren la aventura y el peligro, en su tentativa por cambiar de vida, a morirse de hambre o a ser asesinado por bandas de criminales y narcos en sus países de origen. Optan por ser víctimas de mafias que, en ocasiones, los timan y engañan, pero prefieren jugársela y apostar por el azar y la suerte. La humedad y el calor limitan sus fuerzas. En esta travesía no se sabe cuántos han muerto ni se sabrá. No hay cifras ni estadísticas aún. Es imposible pues cada día son miles los que hacen la peregrinación. La selva –como el mar– se traga a los migrantes, como se tragó a Arturo Cova, el protagonista de la novela La vorágine, de José Eustacio Rivera.