Ganó Lula. Como muestra un mapa muy circulado en estos días, la gran mayoría de países latinoamericanos está ahora gobernado por partidos de izquierda o centroizquierda que, en sentido general, buscan reducir la pobreza y las desigualdades, promoviendo políticas económicas y sociales más justas para las mayorías. Muy diferente a lo que vemos en las democracias del norte, donde el mayor dinamismo político lo tienen los partidos de ultraderecha, con discursos anti-sistema centrados en la migración, la familia y los valores tradicionales. Sus izquierdas, mientras tanto, siguen prisioneras de su falta de visión y de propuestas, así como del temor a enfrentar el poder del capitalismo financiero cuyas políticas, paradójicamente, alimentan el descontento popular que sustenta el auge de las derechas.

 

Tomemos el caso de los EEUU, donde las encuestas vaticinan que el Partido Demócrata está a punto de perder una o ambas cámaras del Congreso, además de un buen número de cargos estatales (gobernaciones, legislaturas, cabildos y hasta juntas escolares), tras una campaña electoral repleta de ineptitudes y carente de propuestas. Dos temas en particular ilustran el suicidio político en curso, no solo del Partido Demócrata, sino también de los sectores progresistas dentro y fuera del partido que no han logrado articular una agenda alternativa al establishment liberal: la guerra en Ucrania y el activismo trans.

 

En términos puramente pragmáticos, la guerra de Ucrania probablemente sea la principal causa -aunque indirecta- del retroceso electoral de los demócratas, vistos sus efectos inflacionarios a nivel mundial y la preeminencia de los temas económicos en las preferencias de los votantes estadounidenses. La inestabilidad económica que dejó tras sí la COVID ha empeorado significativamente con el aumento de los precios del petróleo y otras materias primas, a lo que se suma la sangría de recursos económicos destinados al financiamiento de la guerra que pudieran destinarse a mejores fines. Los EEUU y la OTAN eligieron el peor momento posible para emprender su proxy war o guerra indirecta contra Rusia, sobre todo tomando en cuenta que se enfrentan a un sátrapa con delirios imperiales, aparentemente dispuesto a utilizar armas nucleares para evitar una derrota humillante.

 

En términos ideológicos y de principios, la guerra ha evidenciado la descomposición interna de un partido que no se atreve ni a mencionar la más básica de las demandas progresistas, la salida negociada al conflicto. Claro está que el liderazgo demócrata ha sido virulentamente guerrerista desde hace décadas y que ni siquiera el ala progresista del partido fue capaz de articular una respuesta pacifista significativa ante la barbarie de Irak, Libia, Afganistán, Yemen o Siria. Hace apenas una semana que el grupo progresista de la Cámara de Diputados lanzó un globito de ensayo -una carta pública en la que 30 diputados demócratas solicitan a Biden que inicie negociaciones de paz- que debió ser retractado de inmediato ante la virulencia de la respuesta recibida del liderazgo partidario y la opinocracia del establishment mediático. Ni siquiera la posibilidad real de que Rusia utilice armas nucleares tácticas parece alterar la decisión de los demócratas de prolongar la guerra, al menos mientras haya ucranianos dispuestos a morir por la causa de la hegemonía geopolítica estadounidense.

 

Al igual que sus contrapartes progresistas en Europa, la izquierda estadounidense tampoco ha respondido a las graves crisis que afectan a un creciente número de países pobres que, además de las consecuencias de la  COVID y de los desastres naturales inducidos por la emergencia climática, sufren el aumento de los precios de los combustibles y los alimentos básicos causados por la guerra. Cuando los países del G-7, los más ricos del mundo, se reunieron el pasado mes de julio en Alemania, sus líderes acordaron apoyar económica y militarmente a Ucrania “durante el tiempo que sea necesario”. Estos 7 países, que representan en conjunto casi la mitad del PIB global, anunciaron con bombos y platillos que donarían 4.5 billones de dólares para mejorar la seguridad alimentaria del billón de personas que según la ONU enfrentan crisis de hambre en la actualidad -apenas una fracción de los 22.2 billones solicitados por el Programa Mundial de Alimentos. Mientras tanto, para mediados de octubre tan solo los EEUU, sin contar los demás países de la OTAN, habían comprometido 17.6 billones de dólares a la guerra en Ucrania, cuatro veces más que el total destinado por el G-7 a la asistencia alimentaria mundial. No olvidemos que estos son los mismos países que primero acapararon la producción de vacunas anti-Covid durante el peor momento de la pandemia, y que luego rechazaron un acuerdo sobre patentes que hubiera permitido a los países del Sur fabricar sus propias vacunas, sin que a los partidos de izquierda del G-7 pareciera importarles un comino.

 

Si a la izquierda estadounidense no le importa la guerra, ni los millones de hambrientos en el mundo, ¿qué le importa? ¿Acaso el aumento de los salarios mínimos y de los impuestos a las empresas y a los ricos, a fin de reducir las enormes desigualdades económicas que minan la confianza del electorado en las instituciones políticas y alimentan el neofascismo? ¿Cuál es exactamente la propuesta del Partido Demócrata frente a la migración? ¿Cómo piensan resolver el problema del más de medio millón de personas sin techo, cifra que no para de crecer? Increíblemente, ninguno de estos temas forma parte importante de la oferta electoral demócrata, cuyos estrategas se lo jugaron todo al poder movilizador de la sentencia anti-aborto de la Suprema Corte del pasado mes de junio y al miedo que genera el extremismo delirante de un Partido Republicano cada vez más explícito en su rechazo a las reglas de juego de la democracia. Las reformas económicas y la expansión de las redes de protección social afectarían intereses que el Partido Demócrata no está dispuesto a tocar, como evidenciaron sus manipulaciones para evitar la nominación presidencial de Bernie Sanders en las elecciones del 2020.

 

Mientras tanto, el partido invierte mucho capital político en temas que, más que concitar las simpatías de la mayoría de votantes, los alejan, como su apoyo incondicional a las demandas de los sectores más radicales del movimiento trans. El problema, claro está, no es la defensa de los derechos de las personas trans (poco me luciría a mí, activista de varias décadas, asumir esa posición). El problema es que el Partido Demócrata y los sectores progres en general no se atreven a enfrentar los excesos del actual liderazgo trans, lo que no solo aleja a votantes moderados y conservadores sino también a liberales que no se atreven a discrepar públicamente de estas posiciones por temor a ser vistos como reaccionarios.

 

Los estudios de opinión nos dicen que la gran mayoría de estadounidenses (82%) apoyan la no discriminación de las personas LGBT en el empleo, los espacios públicos y el acceso a la vivienda, cifra que sube al 92% en el caso de los afiliados o simpatizantes demócratas. Pero estos porcentajes bajan considerablemente cuando se indaga sobre la participación de atletas trans en competencias femeninas o el uso de bloqueadores de pubertad en niños y de tratamientos hormonales y procedimientos quirúrgicos en menores de edad. La decisión del establishment demócrata de apoyar sin reservas estas y otras posiciones controversiales -como la noción de que el sexo (y no solo el género) es una construcción social sin fundamento biológico- ha sido una bonanza para los republicanos, que las han puesto en el centro de sus campañas electorales con muchísimo éxito.

 

El temor de los demócratas de alienar a su base de activistas por oponerse a la ortodoxia trans vigente tiene consecuencias realmente perversas: por un lado, han perdido votantes, incluyendo a muchos hispanos, ahora la segunda fuerza electoral del país; por otro lado, han colocado a los republicanos en la posición envidiable de ser los únicos que se pronuncian en contra de medidas que la mayoría del electorado rechaza, incluyendo muchos votantes demócratas (por ejemplo, dos de cada tres votantes rechaza la participación de atletas trans en competencias deportivas femeninas, incluyendo más del 40% de los demócratas). Basta ver la programación de Fox News una noche cualquiera para ver cómo esto le ha dejado el campo abierto a los personajes más detestables de la ultraderecha para erigirse en grandes defensores de la niñez, utilizando argumentos manipulados y llenos de odio. Algo similar pasa con la guerra, que el liderazgo republicano aparentemente quiere terminar de la peor manera posible, simplemente retirándole el apoyo militar a Ucrania.

 

Mientras tanto, el 8 de noviembre está a la vuelta de la esquina con pocas esperanzas de que los demócratas puedan remontar su desventaja y derrotar a los trumpistas y su clara intención de descalabrar el sistema político estadounidense. No es que los republicanos los estén derrotando con su demagogia y sus mentiras, es que la izquierda se está suicidando.