Las inequidades son desigualdades que la sociedad considera injustas, porque son socialmente producidas y reproducidas, y por tanto son superables. Se vinculan estrechamente con las condiciones de vida y de trabajo, y con la desprotección social.
América Latina es el continente con mayores inequidades sociales y nuestro país no es la excepción. Las diferencias de condiciones y calidad de vida entre los más pobres y excluidos y quienes disfrutan de las mejores condiciones de vida son vergonzosas y tienden a incrementarse.
El neoliberalismo apuesta todo al crecimiento económico, esperando la superación de dichas inequidades por la vía del mercado, del “derrame” desde arriba. Piensan erróneamente que “cuando la marea sube, todos los barcos suben” o, dicho en criollo, “el que come boronea”.
Las políticas sociales universales languidecen. La prioridad son intervenciones puntuales, focalizadas para incrementar transitoriamente el ingreso familiar de los más pobres y excluidos, mediante “transferencias condicionadas”. La experiencia ha demostrado que estos enfoques, pueden contribuir al crecimiento económico, pero no impactan suficientemente la exclusión y las inequidades sociales, para superar la reproducción social de la pobreza y la exclusión. No modifican las “anclas” que impiden que el barco suba con la marea que otros aprovechan. La exclusión y la pobreza son mucho más que un ingreso monetario reducido.
Nuestro país es un buen ejemplo, uno de los de mayor crecimiento del PIB a nivel internacional, sostenido por largos períodos. Para 1980, el PIB per cápita del país era de US$ 1,164.95, para el 2000 de US$ 2,653.23, y para el 2019 de US$ 8,314.34 (pre pandemia). En 40 años, nuestro PIB per cápita, calculado en US$, se multiplicó 7 veces. Si bien el Coeficiente de Gini se ha reducido de O.51 en el 2000 a 0.46 en el 2019, ligeramente por debajo del promedio de América Latina, pero mayor a por lo menos 6 otros países de la región, y muy lejos de los países de la OCDE (0.36).
Una reciente publicación de Magín Diaz, a partir de la Encuesta Nacional Ingresos y Gastos del Banco Central (2018), concluyó que el 10% mas pobres de los dominicanos tienen ingresos similares al promedio en Mauritania (en el cual aun persiste la esclavitud), el siguiente decil tiene un nivel similar al de Papúa Nueva Guinea y el Congo. Los siguientes dos deciles tienen ingresos similares a la población de la Franja de Gaza y al Reino de Tonga. El quinto decil se asemeja a Irak, el sexto a Turkmenistán. Hasta acá el 65% de la población. El séptimo decil alcanza al ingreso per cápita promedio del país (US$ 8,332 en ese año 2018). En cambio, quienes pertenecen a los deciles 8 y 9, unas 734,000 personas, tienen ingresos semejantes a Malasia y Polonia, y el 10% de mayor ingreso se asemeja al promedio de Italia, unos US$ 34,000 anuales. Según este autor, el 1% mas rico del país tiene ingresos anuales alrededor de los US$ 94,000, es decir superiores al promedio de Estados Unidos, Singapur, Noruega, Suiza y Noruega. El 65% de los hogares (4.7 millones de personas), se asemejan en ingresos a algunos de los países mas pobres y conflictivos del mundo, mientras hay 75,000 personas con un nivel de ingresos superior al promedio en algunos de los países mas ricos del mundo. Nuestra sociedad es una fábrica de inequidades sociales. Como en la conocida película de Ingmar Bergman ambientada en Alemania de 1923, incubamos el “huevo de la serpiente”.
Parece claro que la calidad de la vida de ese 65%, cuyo ingreso es inferior al promedio nacional, no mejorará lo suficiente para producir equidad social, si continuamos con el mismo modelo de desarrollo, aun cuando en la pospandemia recuperemos los niveles de crecimiento previo.
La CEPAL ha planteado en diversas oportunidades, la necesidad de redistribuir las prioridades del gasto público en América Latina. Incrementar la inversión en infraestructura, en investigación y desarrollo, y en educación, salud y seguridad social efectivos, para avanzar hacia un modelo de desarrollo más equitativo y sostenible. No solo se trata de mayor inversión, sino además y sobre todo mejor inversión para mejores resultados.
La inversión en educación debería garantizar incrementos en la calidad y en sus resultados en términos del aprendizaje, el desarrollo de competencias para la innovación, la convivencia social y valores humanísticos. La inversión en salud debería garantizar el acceso universal, para toda la población, sin barreras de índole económica, a servicios integrales de salud, con énfasis en un primer nivel con alta capacidad resolutiva, fortalecer las intervenciones de promoción de la salud y la calidad de la vida, así como la prevención de los principales problemas de salud en los diferentes sectores sociales.
El secreto está en las políticas y redes de protección social universal, más que en las intervenciones temporales y focalizadas, aunque ambas son necesarias.