Por más que lo intentemos hoy en día es casi imposible que uno logre sustraerse y evitar el mundo de las redes sociales. Y para hacerlo aún más difícil se sumó en los dos últimos años, al arsenal de las  nuevas terminologías, la palabra Zoom y no tenemos manera de escapar a su influjo, si no queremos que se nos acuse de ser poco amables con los amigos que nos invitan a dicha plataforma. Debo mi última intervención en una de esas vitrinas modernas al escritor Nan Chevalier.

Un domingo en la noche, de modo súbito e inesperado, recibí su llamada y una propuesta para participar en su programa del día siguiente. Lo cierto es que he reflexionado bastante sobre la forma intempestiva en la que Chevalier debió despertar aquella mañana con mi nombre rondando en su cabeza. Aún no sé, ni logro intuir siquiera, qué le llevó a  hacerlo ni porqué  decidió elegirme entre tantos otros que en esos escenarios se desenvuelven, sin duda, mucho mejor que yo, pero lo cierto es que fui el agraciado. Quienes me conocen saben de mi gran pasión por los detalles breves, diminutos, esos que a menudo  pueden pasar desapercibidos. Insisto en decir que la vida está hecha de ademanes sutiles, subliminales y que es precisamente oficio de escritor atrapar esos instantes.

 

El programa precedido de la expectativa favorable creada por Chevalier se fue desarrollando de modo preciso y sin el menor sobresalto. Hubo sin embargo un segundo en la intervención del anfitrión en el que pude captar, en la distancia, un goce distinto y especial en sus ojos. Hasta ese momento todo se desarrollaba con absoluta armonía; yo iba leyendo pausado y con calma mis aforismos y reflexiones cortas, cuando de repente sentí a Nan irrumpir, como aquel que es sorprendido por un destello de luz en su rostro, para leer uno de mis escritos: "A los veinte años quemamos todas las esfinges. Pasados los cincuenta con mucho cuidado limpiamos las cenizas y las volvemos a poner en el altar. Hemos envejecido."  Lo leyó -a mí modo de ver- con cierta sana malicia, dejando escapar una ligera sonrisa que hasta Leonardo da Vinci hubiera atesorado como boceto para uno de sus cuadros. Le observé con curiosidad y fue más tarde cuando comencé a   calibrar el peso específico de mi propia reflexión intentando vislumbrar el interior de la misma.

 

Todos vivimos con enorme intensidad un período de nuestra existencia. Es un periodo en el que brillamos con luz incandescente, en el que, osados y valientes, tomamos con desparpajo la medida a cualquier desafío que se nos presente. No importa su altura agarramos la garrocha, corremos hacia él y lo saltamos con elegantes movimientos. La juventud juega un papel fundamental en ese tramo. Nuestro discurso es intrépido, decidido y nada nos detiene. Con el pasar de los  años se va pegando a todo el cuerpo una costra que nos lastra, que nos hace pesados y más lentos. Nos empeñamos a partir de entonces en acomodarnos y comenzamos a descender los escalones con mucho cuidado. Esto sucede de este modo en cualquier aspecto de la vida. Es fácilmente comprensible y yo diría que sensato, sin embargo considero que hay que luchar por demorar este decaimiento el mayor tiempo posible.

 

En el caso del mundo del arte es esencial evitar por todos los medios convertirse uno en muñeco de cera alimentado tan solo por los logros del pasado. Es preciso renunciar con elegancia al elogio y al aplauso ramplón que nos mantiene inertes como artistas viviendo anclados en un tiempo que dejamos atrás, sin el valor suficiente para aportar nada nuevo que desafíe el presente. En otras palabras, es preciso evitar recolocar antes de tiempo santos en los altares, pues de lo contrario corremos el riesgo de tener que limpiar nuestras propias cenizas.