“Una hondura sin fondo”, “el tiempo de espera que transcurre con objetos indistintos”, son imágenes del poeta austríaco Rainer Marie Rilke (1875-1926) al juramentarse ante su verdadera patria, la infancia.

“Te llamé tantas veces” de Minerva del Risco, ha conmovido mi corazón de lectora al conducirme por la coparticipación entre dos aliadas atemporales: la autora y su niña interior.

Su prosa poética no descansa en la quietud de una nostalgia. Sus palabras ruedan y reviven la experiencia de cada relato con atención infantil; y, en un mismo giro o cuento, las dos recuperan la proeza o reconocen el miedo, el dolor y otros sentimientos, desde una voz introspectiva.

La narración es compartida por ambas Minervas desde la edad actual en que fue escrita (2021), y, desde su edad singular, modo en el que Rilke se refiere a la niñez.

En ese rejuego mecánico de la colección de historias, las dos Minervas en ocasiones comparten, en otras, se intercambian los roles, e incluso conceden a un tercero íntimo, no solo la voz narrativa, sino, además el rol de guía.

Así, la personalidad de la narradora protagonista y de la niña personaje coluden una travesura:

“En fin, jugar en el escritorio de mi abuelo era más entretenido que desencajar las piernas y los brazos de las muñecas rubias y tiesas que me habían regalado en la navidad, cuyos huecos ya estaba cansada de llenarlos con agua”.

En “La cola de conejo”, la niña cuenta sin intervención de la adulta que enmudece para que sea la chiquita describa que, un buen día el hombre con el sombrero parecido a una cola de conejo desapareció del cuadro en la pared de la sala, para referirse a Rafael L. Trujillo.

En “El miedo no se olvida”, la narradora observa a la niña como testigo equidistante, pero impedida de protegerla. Cuando las dos del Risco, adulta y niña, ceden a “Culí”, el tío sobreviviente de noventa años de una familia que perdió sus figuras masculinas a destiempo, ellas en realidad, son las directoras tras bastidores de ese sensible monólogo teatral:

“Soy quien lleva el curso de estas historias porque he estado ahí, dentro de ellas, el piso frío de la cárcel, chapoteando en el mar, en la alegría efímera y mendaz, en la palma y su revés, en el ruido y el silencio.

(…)

Fui heredando a mis sobrinos y a los hijos de mis sobrinos, a quienes he visto crecer, sonreír y llorar sus verdades, arañar sus sueños, desentrañar sus inseguridades y finalmente surcar la tierra, el mar o el firmamento…”.

En “Es Manhattan y es invierno”, un momento de angustia para la adulta a la espera de un diagnóstico que pudiese ser terminal, la niña le ocupa la mente como una terapeuta para distraerla con pensamientos ingeniosos: “Veo los carros como si fueran renacuajos de colores” y la asiste a trasladar hasta la cara de un perro raro sus miedos.

“El eclipse de Lucía”, que presumo inspirado en el Gran Eclipse Solar del 7 de marzo de 1970, la alineación entre la niña y la narradora llega en la última línea con exactitud astrofísica. Es uno de mis relatos mis favoritos de la colección. Las cómplices me distrajeron al mencionar el evento astronómico y la manía colectiva de esos días de fotos del cantante Raphael archivados en mi memoria infantil, mientras las secuaces relatoras prestan atención a otra conjunción.

Desde uno de los primeros relatos, “Sorteo”, comprendemos la relación entre las dos. La Minerva chiquita le disputó al adiós la suerte de la Minerva grande, durante una convalecencia. Sin embargo, en “Masillas de colores” las coautoras comprenden que hay momentos en que la existencia las separa.

El mundo no es de plastilina es de gente apresurada.

La radioterapia y la pandemia dejaron sin la niña a la adulta en “Las luces de la ciudad atormentada” y esa ausencia no mencionada por la segunda les duele a los lectores. Los niños interiores, guardianes de nuestra esperanza, también se pudiesen esfumar.

Cada Minerva tiene un cuento particular. La grande prescinde de la niña en “Primer plano” para describir “dos cuerpos ebrios que bailan pegado” el primero de los cuentos, censurado para la acompañante infantil.

Al término de la colección, en “Te llamé tantas veces”, la chiquita tiene la última palabra y son para Ercilia, la negrita del batey, un personaje que guiña a Ton, legendario amigo de infancia de René del Risco Bermúdez, padre de la autora en su antológico cuento  Ahora que vuelvo, Ton – Fundacion Rene del Risco.

Las coautoras van unidas por la rueda de lo contado que se mueve en reversa y adelante, hasta salir de cualquier interrogante o dolor enchivado en el alma durante el trayecto de la vida que comparten. No obstante, en el cuento final, la niña se va sola tras el recuerdo de esa amiguita perdida.

El cuento de la página 59 es uno de esos momentos de la infancia que Rilke describe como una “una comparación inaprensible”. El desgarro intitulado “A la cieguita” es el mejor cuento de la colección.

A pesar de mis ocho años, no olvido esa noche navideña. En mi calle hubo un negocio con un letrero que se leía “Retho” y decían los vecinitos que en ese lugar hacían los jingles de la radio y la televisión.

No soy Ercilia, la negrita que llamó tantas veces Minerva del Risco, la niña y la autora; solo una lectora que de niña cantaba jingles de salchichas, ron y galletas, para luego entender que detrás de la más sana alegría se anidaron una ausencia y un dolor.

Desde una lectura solidaria acompaño a las dos Minervas