La República Dominicana cuenta con una de las economías más sólidas y pujantes de América Latina y el Caribe; tiene un Producto Bruto Interno (PBI) en crecimiento, goza de una estabilidad política, social y de paz laboral por encima de muchos países del área. Está ubicada en una posición geográfica que la hace muy atractiva para las inversiones extranjeras; posee grandes atributos y recursos naturales envidiables; modernos parques de zona franca y un sistema financiero confiable. En estos momentos es uno de los principales nichos para el turismo de sol y playa, salud, religioso e histórico, pues cuenta con las mejores playas del mundo, con modernos hoteles, centros hospitalarios de primera calidad, con grandes primicias históricas, religiosas y con una ciudad colonial.

Cuenta además, con un moderno sistema de transportes y de una amplia red vial, con modernos puertos y aeropuertos internacionales; más de 30 universidades e institutos tecnológicos; posee uno de los sistemas de comunicación e internet más modernos; pertenece a los organismos internacionales más importantes y mantiene relaciones económicas y diplomáticas con casi todos los países del mundo

Pero no todo es color de rosas. A pesar de todos estos atributos y aspectos positivos, nuestro país atraviesa por una gran crisis de valores, de deficiencias y de una gran debilidad institucional. Estas se originaron con el golpe de Estado al primer gobierno democrático y progresista, después de ser decapitada la tiranía de Rafael Leónidas Trujillo, presidido por Juan Bosch, el 27 de febrero de 1963, a los 7 meses de ser juramentado. Con dicho golpe, todos los avances, logros, la constitución más avanzada, democrática y la más respetuosa de los derechos humanos; el futuro y la esperanza del pueblo dominicano, fueron tirados por la borda.

Todas estas debilidades institucionales que han impedido que el país alcance un grado de desarrollo social y humano, se deben principalmente, entre otras tantas, a la impunidad y a la permisividad de los gobiernos siguientes al derrocamiento del primer gobierno democrático y a la falta de aplicación de un régimen de consecuencia a los actos de corrupción administrativa; a la falta de aplicación de una agenda de desarrollo y de políticas de Estado para la solución de los graves problemas; a las deficiencias del sistema judicial, a la mala calidad de nuestra educación.

Además, al derroche, dispendio y distracción de los recursos públicos; a un congreso nacional, que en vez de ser un contrapeso al Poder Ejecutivo, es un sello gomígrafo de este; al financiamiento de una gran cantidad de partidos y organizaciones políticas parasitarias, así como a la modificación de la Constitución de la República con fines reeleccionistas, la cual ha sido modificada unas 39 veces, desde la proclamación de la República en el año 1844. El presidente Luis Abinader también está tratando de modificar la misma.

También, al gran endeudamiento externo, el cual es utilizado en gran medida para el pago de intereses de la propia deuda, para gastos corrientes, no para obras de infraestructuras de desarrollo; para enfrentar la deuda social acumulada o para mejorar el gasto público; a la no aplicación de las leyes aprobadas, a la falta de una política de ahorros y de austeridad, a la falta de voluntad política para solución de los problemas básicos, a la gran evasión en el pago de los impuestos, a la gran cantidad de subsidios, exenciones y exoneraciones otorgadas y a una serie de males más.

Ojalá que el próximo gobierno, al momento de aprobar una reforma fiscal y de modificar de nuevo la Constitución de la República, tomen conciencia de ello, porque el nivel de desarrollo de un país no se determina por los logros materiales que pueda exhibir, sino, por el grado de educación, salud, seguridad social y bienestar humano que alcancen sus ciudadanos. Que así sea.