"La música del viento y la enramada no pretende aplausos". Aníbal Núñez

 

Hay siempre en mi imaginario un halo de misterio en torno a toda capilla. Formar parte de una de ellas confiere al individuo una distinción especial, una especie de rango que le hace diferente al resto. Por el contrario el hecho de no pertenecer a una de esas cofradías te convierte en elemento excluido y fuera de feligresía. En los partidos políticos la aspiración más recóndita de casi cada uno de sus miembros es llegar a ser parte del comité, del politburó del mismo; lo que viene siendo ese deseo, no siempre manifestado, de ser miembro de una "capilla" cerrada dentro de una organización abierta.

 

El origen del vocablo -según la Real Academia de la Lengua-  procede del latín medieval capella "trozo de la capa de San Martín" y se vincula a la costumbre de la corte francesa de colocar sobre sus tiendas, para invocar su protección, la capa del santo durante las campañas militares. Con el tiempo dichos recintos pasaron a ser denominados capillas, de ahí el carácter cerrado que implica el termino. Los religiosos que oficiaban en ellas pasaron a ser los capellanes.

 

El oscuro entramado que conforma la pertenencia o no a una institución de esta naturaleza es digno de una novela de intriga y de mal querencias insufribles. No todo el mundo es bendecido ni puede ser parte del retablo mayor donde se prenden cirios a los santos elegidos. Como en cualquier otra institución se produce una severa jerarquización del poder. Los capellanes de tercera categoría, aquellos que en el rígido orden de la meritocracia obtienen rango de menor valía,  ejercen  funciones de custodios del recinto. Son en su gran mayoría guardianes,  mensajeros sin más merito personal que la devoción y una innegable virtud para servir de comparsa.  Si en un momento dado alguien no es del agrado de quién ostenta el poder eclesiástico es de inmediato marginado por todos ellos, sin tener en absoluto en cuenta las condiciones que acompañan a dicha persona, por muy excepcionales que éstas sean.  En otros casos puede ser una personalidad non grata al grupo la que impide acceder a ese "retablo" y la que lleva de inmediato al individuo a ser condenado y conducido a la capilla ardiente donde serán celebradas sus exequias y exhibidas a los ojos de  otros miembros de la iglesia como advertencia frente a futuras conductas indómitas en el convento

 

Es incuestionable que los miembros más prominentes de este tipo de organizaciones suelen ser los sujetos más talentosos, al menos en el ejercicio del poder y aquellos que medran en torno a estas figuras actúan casi siempre desde posiciones de silencio y desde la complicidad cobarde.  Son aquellos que callan ante el atropello, los que fingen no darse cuenta de nada y asisten a la celebración del culto ataviados con la vergonzosa capucha del traicionero.

 

Si observamos con detenimiento, la historia de la humanidad no es más que la lucha constante del ser por formar parte de una de estas instancias de poder. Instancias cuyas cúpulas -a través del tiempo y cualquiera que sea el lugar del planeta  dónde se ubiquen- se reparten por igual cargos y dividendos, premios y recompensas en un eterno "si queremos que todo permanezca como está, es necesario que todo cambie" como escribiera Giuseppe Tomasi di Lampedusa en El Gatopardo.

 

El resultado cuando un partido ejerce el poder de un modo tiránico es en todo caso siempre el mismo: el secuestro del devenir de un país. En este, en aquel, y en cualquier país del mundo. Y lo mismo, exactamente lo mismo se puede afirmar con respecto al ámbito cultural y todo cuanto tiene que ver con el mundo del arte, desde siempre en manos de grupos exclusivos y excluyentes de un poder que decide quién queda dentro y fuera del círculo.