Como posible hecho único mundial en la historia de la Revolución Cubana, en Polo, Barahona, repicaron las campanas por su triunfo el día 1 de enero de 1959.
Corrían las horas de la noche del 31 de diciembre de 1958 y sobre la villa cafetalera de Polo se desplomaba un torrencial aguacero que, al golpear los techos de zinc, impedía escuchar la música altísono que difundían los altoparlantes de Alberto Féliz y del Bar Aristócrata, de Felipe Ramos, y la algarabía de los parroquianos que a su ritmo disfrutaban la fiesta del año nuevo.
La pulpería de mi padre, abarrotada de hombres ingiriendo Palo Viejo y Carta Real, era un jolgorio, mientras que, al lado izquierdo en su interior, mi madre compartía con amistades, y yo, un adolescente de 13 años, impedido de participar en ambientes similares, sentado en una silla de guano, al lado de la puerta de acceso, me deleitaba observando a lo lejos a mis amigos(as) de mayor edad bailar en el segundo nivel de la hermosa vivienda de madera y balcón propiedad de Don Urbano Díaz, sede del Bar Aristócrata, la música de entonces: merengue, guaracha y Rock and Roll, novedad llegada de EUA. No bailaban boleros ni mexicanadas, también de moda, estas se escuchaban más donde Don Alberto y en los bares de Seco y Generoso.
En un momento se escuchó una voz: “faltan cinco pa’ las doce”. Don Pérez se acercó a mi madre y le dijo: “agárrame aquí por un segundo que voy allí”. Levantó la tapa del mostrador que permitía la salida y entrada, colocó sobre su cabeza hojas de El Caribe, presuroso pasó por mi lado y salió desafiando el aguacero. Estimo que, a esa hora, mamá pensaría que a papá le habría atacado alguna necesidad fisiológica, pues sabiéndolo tan cuidadoso de lo suyo, solo algo parecido podía haberle obligado a dejarla con sus clientes. Yo, en cambio, quedé perplejo ante lo extraño que me resultaba ver a mi padre hacer eso, pues conocía de su disciplina y rectitud.
“¡Las doce gritó el vocerío!”. Y al unísono se encendió una tempestad de abrazos y expresiones de parabienes que, de pronto, junto con el tronar del aguacero, quedaron ahogadas bajo el ensordecedor repicar de las campanas de la escuela, al lado de nuestra casa, donde también se servían las misas los domingos, un edificio de madera de dos niveles propiedad de Don Pedro Bello.
Quedé anonadado, y sorprendidos los presentes aún con tino, ante este hecho inaudito, ya que esa campana solo se tocaba para avisar misa y llamar a clases; la intensidad con que tañía esta vez superaba lo acostumbrado, revelando el entusiasmo del campanillero; pero, dada la ocasión, todos lo asumimos como parte de la celebración, y yo sabía que en Barahona se hacía. Mas, cuán grande fue mi sorpresa: al ratito de cesar el repique llegó papá a mi puerta, más eufórico que mojado, cruzó el mostrador y volvió a servir como si nada hubiera pasado. Y aunque nadie se percató, yo lo sentí más alegre, quedando convencido de que había sido él el autor de aquella osadía.
Al otro día, cuando Don Pérez abría las puertas y luego de tomar el acostumbrado “pan con café”, me senté en la acera a disfrutar las felicitaciones entre vecinos y él volvió a provocar mi precoz percepción cuando, al avistar a amigos con los cuales, en ocasiones, se comunicaba en jerga, desde el interior les voceaba: “Compay, se fue el hombre, y cogió pande el vecino”.
Estas escenas martillaron mi memoria, hasta que un día, ya adulto, se las traje a colación, preguntándole por qué repicó campanas en Polo el 1 de enero de 1959 y qué informaba a sus amigos cuando les saludaba mencionándoles un hombre que se había ido y cogido para donde su vecino. Papá se espantó, abrió los ojos como dos morocotas, me miró fijamente, enmudeció por minutos como buscando en su disco duro los escenarios planteados y cuando logró reaccionar, sin salir aún del estado absorto en que lo había sumido, me preguntó: “Y cómo usted sabe eso?”. Como respuesta le conté en detalle lo que aquí he resumido y, entonces, vino la confesión que confirmó mi sospecha:
Yo repiqué la campana para celebrar la caída de Batista (Fulgencio) y el triunfo de Fidel, de lo que me había enterado esa misma noche por Radio Rebelde; lleno de alegría por dentro, porque no la podía manifestar abiertamente, so pena de perder la vida. Y lo que le quería decir a los amigos que, al igual que yo eran partidarios de la revolución cubana, al saludarles cuando pasaban frente a casa, era que Batista había caído y huido hacia nuestro país, donde lo recibió Trujillo, un dictador peor que él.