La infancia no solo posee innumerables encantos sino que lleva, implícitas consigo, sus propias claves secretas que perduran en el tiempo. Recrearla es volver a vivirla de igual modo, es disfrutarla casi como lo hicimos en su momento. Los espacios de aquella época cada vez más remota se alojan en nosotros para siempre registrados en todos nuestros sentidos. El tacto y el olfato juegan un papel fundamental para recorrerla de nuevo con idéntica pasión

La imagen más remota que atesoro de mis primeros años de vida, permanece inalterable y fijada a mi memoria en torno a un gran rollo de alambre que se guardaba, en el fondo del patio, al lado de una hermosa mata de mamón. Recuerdo subir a lo más alto, sentarme en la cima y asir uno de aquellos alambres que escapaban del rollo soñando que era el pedal de un acelerador. La escena se completa necesariamente con mis padres, que próximos a mí dormían una maravillosa siesta o bien conversaban no se sabe de qué, mientras disfrutaban del menor de sus hijos que fantaseaba como cada día montado en su moto imaginaria. Esa fotografía tan precisa viene a constituir mi prehistoria afectiva más lejana.

A ésta le seguirá la de una fabrica de alimentación bovina y sus dos inmensos tanques de melaza, ubicados justo detrás de la casa. Me acuerdo, aún con el sabor pegado a mis papilas como entonces, que cuando esos dos gigantes llegaban a desbordarse, convocaban de inmediato y de forma natural a los niños del barrio que acudían a recoger el pegajoso alimento del piso para llevarlo a sus bocas. La siguiente instantánea de mi infancia está relacionada con una fabrica de hielo. Los días en los que la lluvia caía intensamente, cruzábamos por un estrecho callejón hasta internarnos en el solar de la familia Lara y recogíamos en su interior los mejores mangos de la zona, a veces eran mangos verdes que comíamos echándoles una pizca de sal.

Hasta los trece o catorce años, más o menos, las travesuras formaban parte del acervo personal de los chicos de entonces. Al recordar todas aquellas experiencias infantiles a unos pocos afortunados aún se nos llena el alma, al menos esa parte del alma no contaminada por la  velocidad en la que hoy vivimos. Si me dieran a elegir, cuál disfruto más cuando pienso en todas ellas, no tendría la menor duda. Mi elección seguiría vinculada a un anciano que hoy tiene ciento y un años y al que todos llamamos Don Tito. Dueño de una bonhomía y una mansedumbre especial,  todavía hoy y pese a las muchas décadas vividas, cultiva el huerto de su patio y prepara maíz cocido a fuego lento para su consumo personal. Si viviera en la frontera entre México y los Estados Unidos, sería lo que a mí modo de ver define Carlos Castañeda en "Una realidad aparte" como un brujo, un hombre sabio capaz de lidiar con los misterios de la naturaleza humana.

En aquellos lejanos días ese mismo patio estaba sembrado de berenjenas y para llegar hasta ellas era preciso caminar por la alta pared que lo bordeaba hasta el fondo del mismo y saltar rápidamente como gato en pos de su presa. Una vez dentro uno debía  hacer acopio de la mayor cantidad posible de dichas hortalizas  y salir de nuevo brincando el muro. Aquello suponía toda una osadía, una aventura de verdad ya que lo custodiaba un pastor alemán que al menor movimiento se abalanzaba como loco sobre todo lo que se moviera. El auténtico disfrute en ese caso era asumir el riesgo en cada nuevo intento. Después todo terminaba cuando uno vendía discretamente su "botín" en cualquier ventorrillo.

Este  tipo de episodios, que con el pasar del tiempo llegaron a ser cotidianos, se convirtieron en una especie de santo y seña, un ritual privado para nuestra mutua diversión. Don Tito y yo no dejamos de pasar revista a estos hechos en cada nuevo encuentro y pase el tiempo que pase jamás dejamos de reír de buena gana. Recrear este tipo de anécdotas tiene para mí un enorme valor. Un valor muy refrescante que, de alguna manera, me permite además pagar con enorme cariño una deuda pendiente hacia una persona que aún sabiendo de mis fechorías jamás me condenó por ellas.

Hace apenas unos días volví a pasar por su casa. Estaba solo en la galería y le costó reconocerme. Sus muchos años a veces le juegan malas pasadas, pero cuando le mencioné las berenjenas se echo a reír de inmediato y dijo mi nombre con evidente satisfacción. Puedo asegurar que ese gesto, esa alegría suya me arregló el día al comprobar que, como siempre, mis hurtos inocentes seguían siendo bendecidos de manera cómplice por Don Tito.