"De todo puedo despojarme/ mas no de mis fieras palabras. (…) Extraño amor el que me une con esas amantes veladas/ que viven por mi y yo por ellas". Cintio Vitier.
En algún instante dije que soy mejor escritor cuando estoy enamorado y lo sigo afirmando; dicha certeza -desde que lo recuerdo- vive arraigada profundamente en mí. He sido y soy un hombre de fuertes pasiones y desde que tengo conciencia de la importancia de tener a alguien al lado que jalone de mí vida, me ha acompañado una historia de amor en cada período de mi existencia. No he tenido tal vez la suerte de cambiar el curso de mis pasiones, como Picasso cambiaba la tonalidad de su pintura, sin embargo en mi caso he amado intensa y profundamente a determinadas mujeres. Algunas de ellas rompieron mi corazón en mil pedazos y yo lo recompuse poco a poco con el paso de los años. Otras fueron tan efímeras y pasajeras como los gorriones que asoman a mi balcón para comer el alpiste que les ofrezco. De todas ellas, unas pocas llegaron cargadas con su equipaje y dispuestas a quedarse se adueñaron del espacio e invadieron mis rincones. Con el tiempo, mi soledad y sus muchas soledades, acabaron de manera abrupta en los pasillos de las casas que compartimos. Estas últimas son las menos, lo debo reconocer. Y como de todo hay en la viña del señor también están aquellas con quienes la película funde en negro vestida de final feliz. En esos casos todos salimos de la sala de cine satisfechos y con lágrimas emocionadas en los ojos. Son esos amores que volvemos a encontrar de vez en cuando en cualquier lugar de la ciudad, quizás en una librería acompañadas por sus parejas. Mujeres a las que seguimos quizás amando y saludando con afecto pese al paso del tiempo y con cuyos maridos podemos bromear sin que medie rencor ni competencia que empañe el reencuentro casual.
El mundo femenino reconozco es un crucigrama difícil de completar. Toda mujer se me antoja un jeroglífico lleno de contenido de enorme interés. Para armarlas, en un intento por atrapar su esencia, uno debe estar lleno de entusiasmo y al mismo tiempo preparado para inesperadas sorpresas. ¡Pobre de aquel que cometa el error de sentirse dueño de dominio sobre cualquiera de ellas! Yo siempre he estado convencido de que algunas son sirenas capaces de hacernos perder la razón incluso en medio de las aguas más serenas. Quizás por eso el amor es un profundo misterio que nadie ha podido descifrar por más páginas que la humanidad haya gastado en desentrañar sus secretos.
Existe, por último, un tipo de mujer distinta a las anteriores. No diría mejor sino distinta. Es esa mujer que llega sin mucho aspaviento hasta instalarse en tu psique, tan delicada y mansamente que ni cuenta te das de que hace ya un tiempo que entraste en arenas movedizas y cada vez que intentas ser consciente de tu cuerpo sabes que te hundes más y más en su propia orografía. A este tipo de mujeres es preferible mantenerlas alejadas si no estás dispuesto a dejarte caer, porque ellas nunca juegan. Van directo a tu cerebro, como impacto que amansa a la leona para que tú puedas acariciarla sin temor entre sus patas. Son mujeres que te enseñan a transitar, próximo ya el ocaso, el amplio mundo que aún te queda por delante y te muestran convencidas que es mil veces preferible realizarlo al lado de alguien que te infunda paz e imprima nuevo color al recorrido. Perdido ya el vigor físico y sin permitir por ello que deje de ocupar su espacio, la edad obliga indefectiblemente a recolocar determinadas cuestiones en un segundo plano. El tiempo cambia y las prioridades adquieren ahora naturaleza distinta. Hoy sentarse juntos para conversar la vida, deleitarse en la lectura de un poema de Szymborska, desmenuzar un contratiempo o reír por cualquier trivialidad que antes encontrabas insulsa, se vuelve un acontecimiento feliz. Amarramos con cuidado los barcos al pairo y los contemplamos moverse con el vaivén de las olas.