Los cincos sobrevivientes del Catalina serían trasladados al poco tiempo a la capital, que desde 1936 se llamaba Ciudad Trujillo, la flamante Ciudad Trujillo que honraba al Padre de la Patria Nueva, o quizás viceversa.
Durante el traslado ninguno se sentía seguro. Albergaban la inquietud de que podrían estar viajando hacia la muerte, viajando hacia el cementerio y no hacia un nuevo destino carcelario, pero los temores esta vez eran infundados, aunque tenían razones para temer. Posiblemente se alegraron cuando las puertas de la Fortaleza Ozama se abrieron para ellos de par en par.
«Nuestra llegada a aquel recinto fue un acontecimiento. Cuando se supo de nuestro arribo una gran cantidad de militares se aglomeró alrededor del vehículo para vernos descender. Nos llevaron a una pequeña oficina y allí llenaron algunos trámites rutinarios. Transcurrió una media hora sin que nada sucediera. Supongo que estaban esperando instrucciones. Mientras tanto frente a nosotros desfilaron muchos oficiales, algunos de los cuales conocía de vista y a otros por sus nombres. Fueron pocos los que hicieron algún comentario. Casi todos nos echaban un vistazo y abandonaban el lugar en silencio. Sólo uno de los hermanos del dictador tuvo una frase hiriente para nosotros cuando dijo mirándonos con insolencia: “Estaría bueno caerles a balazos”, mientras hacía ademán de desenfundar la pistola». (1)
Aparte de ese gesto de histriónica bravuconería los prisioneros no recibieron mayores muestras de hostilidad. De hecho se sorprendieron por la casi buena acogida que les habían dispensado sus carceleros, sorprendidos y preocupados a la vez, porque no entendían la razón. Pero era sólo el principio. Muy pronto, en su nuevo alojamiento, recibirían otra muestra de aprecio, casi de amabilidad. Ninguna sorpresa podía compararse en efecto con la que estaban a punto de recibir. Toda una distinción, una visita inesperada… El hermano menor de la bestia se dignó visitarlos.
Es decir, la bestezuela consentida, el único de los hermanos de la bestia que ostentaría título de generalísimo y se permitiría lucir bicornio emplumado y ser presidente putativo de la República, uno de los más encumbrados personajes de la Era Gloriosa se dignó visitarlos.
Ese día habían probado por primera vez el chao de los presos, una comida apestosa, sobre todo en relación a la que habían comido en Luperón. La presentación era casi tan mala como el sabor. Un plato de aluminio con más abolladuras que partes sanas, harina de maíz hervida, mal hervida y con grumos, a veces con nutrientes gorgojos, un líquido impresentable que llamaban salsa de habichuelas con muy contados granos y un suculento jarro de agua fabricado con un envase de hojalata, de los que se usan para envasar salsa de tomate. Pero muy pronto serían recompensados.
Dice Tulio Arvelo:
«No había pasado ni media hora de la comida cuando recibimos la más inesperada de las visitas: el general Negro Trujillo con un séquito de más de veinte oficiales de alta graduación. Este era el menor de los hermanos del tirano y siempre fue su favorito por el incondicional sometimiento a su voluntad de que dio siempre muestras. En esos días ostentaba el cargo de Jefe del Ejército y estaba considerado como la segunda figura del régimen. Sólo Trujillo estaba por encima de él en grado y prestigio entre los militares.
»Antes de su llegada nos habían sacado de las solitarias y nos alinearon de cara a una pared de manera que cuando nuestro visitante entró a la celda a la que nos habían trasladado no pudimos verle el rostro. Supimos de quién se trataba cuando él mismo nos ordenó que nos volviéramos. Todo aquello se había hecho dentro del más estricto silencio. La primera voz que se oyó fue la de él y fue el único que habló durante los cinco minutos que duró su visita, aparte de las respuestas que dimos a sus preguntas y a los “Sí general”, “A su orden, general” que decía el subalterno a quien dirigía la palabra o le daba una orden.
»Era un hombre bastante joven y muy parco en palabras.
»De color bastante oscuro. Nunca nos miró de frente. Aunque eran casi las doce del día se le notaba el maquillaje tanto en el arreglo del pelo como en los afeites de la cara». (2)
La bestezuela era, en casi todos los sentidos, una copia fiel de la bestia. Tenía especial predilección por las esposas de sus más altos oficiales, a las que daba uso frecuente (la forma más humillante y perversa de ejercer y demostrar su autoridad y ofender lealtades). Igual que todos los miembros de la familia era amigo de lo ajeno en grado superlativo, también le gustaba abusar y hacer correr la sangre de cuando en cuando, aunque no tan profusamente como el perínclito, pero no era un tipo burdo como Petán. Era, igual que la bestia, atildado y coqueto. Vestía de forma impecable, salvo cuando se disfrazaba de generalísimo con aquel uniforme militar decimonónico que incluía bicornio emplumado, y nunca se exhibía en público sin una pesada capa de maquillaje, el pancake de Max Factor, que estaba muy de moda en esa época. El maquillaje para embellecerlo y emblanquecerlo.
Se dirigía a los presos con una suerte de fingida deferencia, una hipócrita cortesía, y se notaba que estaba ahí porque lo habían mandado a representar el papel del cancerbero bueno, complaciente, incluso servicial.
«Sus preguntas fueron pocas —cuenta Tulio Arvelo—. Que cómo nos habían tratado. Que si estábamos cómodos en esa celda. Que si necesitábamos algo. Que si encontrábamos buena la comida,
A todo contestábamos con monosílabos. Sólo en la última pregunta Miguelucho hizo un comentario que hizo sonreír a todos:
“Ese chao no estaba muy bueno que digamos” fueron sus palabras. El general llamó al sargento y le dijo: “Que les den el de los guardias”.
»Cuando se iba puso una mano sobre uno de los camastros de madera que había en la celda y sin mirar al sargento le ordenó que nos pusieran colchones». (3)
En efecto, “No pasó una hora sin que llevaran cinco colchones para las literas que habíamos elegido. En la cena, que se repartía a las cuatro de la tarde, nos llevaron cinco platos de la comida de los soldados. No era una gran cosa; pero comparada con la de los presos podía considerarse como excelente». (4)
Muy pronto comprendieron que la bestia los estaba preparando para exhibirlos, engordándolos como a puercos de feria. Ellos serían la prueba viviente de la conspiración comunista orquestada contra la bestia por Cuba y Guatemala y Costa Rica. El hombre que alguna vez se haría proclamar Campeón del anticomunismo en América los usaría como peones de ajedrez para demostrar que necesitaba y merecía, por parte del imperio, todo el apoyo en su lucha. Los cinco derelictos de Luperón demostrarían con su ejemplo el inmenso peligro que se cernía sobre el mundo. El mundo libre.
Por eso los tratarían como los trataron, con una relativa suavidad fuera de serie. Además, durante su estadía en este lugar, y de la manera más impensada, se enteraría Tulio Arvelo de lo que había sucedido con los hombres del Frente Interno.
(Historia criminal del trujillato [137])
Notas:
Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, p. 123
ibid., p. 225
Ibid., p. 226
Ibid.