En 1996, el eminente psiquiatra español Luis Rojas Marcos publicó el magnífico libro La semilla de la violencia, en el que explica que este fenómeno es como las semillas: necesita un medio idóneo para germinar y tiempo para brotar. Actualmente, la violencia es la conducta colectiva más generalizada y cada vez con más secuelas en todo el mundo. Los comportamientos violentos no son espontáneos, sino que ofrecen muchas señales; es una forma de relacionarnos.
Los dominicanos no formamos una sociedad violenta, somos una sociedad resiliente que lucha cada día por vivir. Somos una sociedad con muchas virtudes que necesita que la cuiden mejor. Pero la protección no puede ser con violencia, no podemos controlar o cuidar con armas de fuego. Es un despropósito absoluto. Es una agresión para supuestamente generar protección, una doble vía que no funciona…
Mi primer contacto con la violencia y la muerte “por bala perdida” tuvo lugar en 1994, cuando era practicante en el servicio de urgencias de cirugía del Hospital Luis Eduardo Aybar, “el Morgan”. La víctima era una joven de unos 15 años y su fallecimiento originó un dolor tan grande que perdura en mi memoria.
Pensé entonces que una emergencia de cirugía era la puerta para evaluar mejor las consecuencias de los comportamientos violentos. Si la epidemiologia sirve para medir los focos infecciosos, también necesitamos estudiar las consecuencias de los actos o acciones a consecuencia de un comportamiento social como es la violencia, así como su repercusión en la salud física y psíquica colectiva e individual.
En aquellos tiempos, las muertes, las mutilaciones, las discapacidades residuales eran algo cotidiano también en la emergencia de uno de los hospitales dominicanos más importantes. Cada día, mis compañeros de promoción y yo observábamos, impotentes, la cantidad de casos de lesiones por armas de fuego y arma blanca, la labor de los cirujanos para intentar salvar aquellas vidas y curar los daños… Al mismo tiempo, aprendíamos e interiorizábamos también que las causas más profundas de aquel grado de violencia residían en el hacinamiento, la pobreza en los barrios marginados, el alcoholismo como mal endémico… Además, en demasiadas ocasiones los controles policiales ejercían (y ejercen) más violencia aún hacia la población.
Me costó mucho realizar el trabajo de investigación que elegí para la tesis a fin de obtener mi licenciatura en Medicina. En mi facultad había profesores que consideraban que la violencia no era un tema médico, sino social, pero me aferré al concepto biopsicosocial y pude elaborar aquel estudio, que se tituló: Epidemiologia de las agresiones en la emergencia de Cirugía del Hospital Doctor Luis E. Aybar durante enero-junio del año 1995, que está disponible en la biblioteca de UNIBE.
Entonces los indicadores eran escandalosos. Tres décadas después, la situación de violencia en República Dominicana se ha cronificado, con picos de reagudización recurrentes. No podemos esperar más. Es indispensable desplegar un programa de control de las armas de fuego como primer paso para una actuación integral, en diferentes ámbitos y materias, que corrija esta tragedia cotidiana.
Se llamaba Donaly Joel Martínez Tejada. Tenía 12 años. Su muerte es una realidad insoportable. Nunca más.