Siempre han existido las batallas dialécticas. Desde el siglo IV a.c., Aristóteles, en su obra Metafísica, enseñaba que este es el camino al conocimiento por permitir examinar los argumentos desde todos los puntos de vista posibles. Y es algo natural. Por el simple hecho de que dos personas con capacidad de pensar cohabiten en el mismo entorno surgirán ideas distintas, y cuando son contradictorias entre sí, inicia un proceso en el que la esperanza es que lleguen a un acuerdo, aunque el acuerdo sea simplemente respetar la idea contraria.

 

Los entornos políticos no son la excepción, y es donde las clasificaciones de los debatientes alcanzaron su máximo esplendor promoviendo categorías ideológicas que cambiarían la historia.

 

Tal como relata el pensador político suizo-frances Benjamin Constant en su obra Principes de politique (1806) (trad. Principios de Política), desde aquella legendaria Asamblea Nacional Francesa en 1789, surgieron las etiquetas de «Izquierda» para los partidarios de formar una república y de «Derecha» para quienes pretendían preservar la monarquía, solo por el lugar en que, quizás por el simbolismo de estar a la diestra del poder, se sentaron en relación a quien presidía la asamblea.

 

Desde ese momento, como si de un virus se tratase, toda idea con relevancia política, en todo el mundo, ha sido clasificada en algún punto de la escala unidimensional que surgió entre la izquierda y la derecha. Pero la escala no se agota en los polos de la revolución francesa. Siempre hay quienes lo han llevado más allá y hoy se puede hablar de «Extrema Izquierda» y de «Extrema Derecha», conceptos que peyorativamente se han popularizado bajo la denominación de «Ultraizquierda» y «Ultraderecha» para definir la intransigencia de ambos.

 

Hechos históricos como decapitar a los reyes de Francia y otros miembros de la burguesía, si bien pudo haber sido un acto necesario durante la revolución francesa, no parece ser muy acorde con los ideales de libertad que inspiraron la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Esto se debe, a que como plantea el filósofo y politólogo postmarxista argentino Ernesto Laclau, en su obra On populist reason (2005) (trad. La Razón populista), más a la izquierda de los jacobinos, hebertistas y enragés, se encontraba otro grupo surgido de entre los menos privilegiados y que siendo mayoría operaron como el ejercito radical de la revolución: los Sans-culottes. A ellos se les considera los precursores de lo que hoy conocemos como extrema izquierda.

 

Aumentando el extremo contrario, según señala el politólogo e historiador británico Roger Griffin en su obra The Nature of Fascism (1993) (trad. La Naturaleza del Fascismo), como una respuesta a los movimientos socialistas y comunistas surgidos durante la Revolución Rusa, en la Europa de la posguerra nacen partidos de extrema derecha para enfrentar la amenaza que percibían en una izquierda radical con la capacidad de movilizar las masas. Esto desencadenó en la prohibición, estigmatización y, en algunos casos, la penalización del uso de libros, símbolos y discursos comunistas.

 

Es importante destacar que, hasta ese punto, la izquierda solía ser considerada la partidaria de las libertades personales, mientras que la derecha defensora de la estructura del derecho de propiedad, y por ende limitadora de otras libertades personales. Pero observando todo el proceso histórico, se hacía evidente que las ideologías no podían ser clasificadas en una única dimensión de dos polos en torno a la libertad. Pues ambas, tanto la izquierda como la derecha en sus facetas extremas, habían demostrado ser propensas al autoritarismo y al totalitarismo.

 

Esto llevó a que surgieran varias ideas para repensar la clasificación ideológica, separando la libertad en una dimensión distinta a la del interés de reformar o conservar el sistema socio-económico.

 

En ese marco, el matemático y estadístico estadounidense Maurice Bryson y el economista norteamericano William McDill publicaron un artículo titulado The Political Spectrum: A Bi-Dimensional Approach (1968) (trad. El espectro político: un enfoque bidimensional) proponiendo, como sugiere el nombre de su trabajo, una visión bidimensional de las ideas políticas. En el mismo orden de ideas, en Europa, el anarco comunista británico Stuart Christie y el comunista libertario británico Albert Meltzer, publicaron un ensayo titulado The Floodgates of Anarchy (1970) (trad. Las compuertas de la anarquía) donde proponían esquemas multidimensionales para el pensamiento político.

 

Estos fueron antecedentes, de lo que el politólogo estadounidense David Nolan publicó un año más tarde, en el trabajo titulado Classifying and Analyzing Politico-Economic Systems (1971) (trad. Clasificando y Analizando el Sistema Político-Económico) donde propuso un esquema con una línea horizontal con el progresismo (izquierda) en un extremo y el conservadurismo (derecha) en el otro, ilustrando la dimensión clásica de las clasificaciones ideológicas, pero perpendicular a otra línea vertical con el liberalismo (tendencia hacia la libertad personal y económica) arriba, y el totalitarismo (tendencia hacia el absolutismo) debajo, como una segunda dimensión. Ese gráfico resulta del modo que se ilustra a continuación:

Gráfico de Nolan, diagrama político extraído de Wikimedia Commons

Si bien parece existir un sesgo positivo hacia el liberalismo, el esquema maneja dos dimensiones que permiten ubicar cualquier ideología de forma muy práctica. Y en medio de todo el espectro bidimensional, sale a relucir una figura que había nacido a inicios del siglo XX y que, aunque era menospreciada, por su ubicación parece ser el equilibrio que armonizaría las demás, la síntesis hegeliana: El centrismo político.

 

El sociólogo británico Anthony Giddens, definió al centrismo en su obra Beyond left and right: The future of radical politics (1994) (trad. Más allá de la izquierda y la derecha: el futuro de las políticas radicales) como «una visión pragmática y no dogmática de la política, que busca soluciones concretas y realistas a los problemas sociales y económicos, sin aferrarse a ideologías rígidas».

 

Y resulta natural que el centrismo ideológico sea considerado de ese modo, pues no está tan a la derecha (conservador) como para estancar la civilización en políticas inmutables, pero tampoco se encuentra tan a la izquierda (progresista) como para promover el avance resentido e irreflexivo, ni tan abajo (totalitario) como para limitar irrazonablemente las libertades fundamentales, ni tan arriba (liberal) como para permitir que las libertades degeneren en libertinaje o abuso del derecho.

 

Sobre ello, el teólogo anglicano y filósofo político ingles Philip Blond, en su trabajo titulado Red Tory: How Left and Right Have Broken Britain and How We Can Fix It (2010) (trad. Red Tory: cómo la izquierda y la derecha han roto Gran Bretaña y cómo podemos arreglarlo) planteó como la filosofía centrista tenía la responsabilidad de buscar el consenso y promover la cooperación entre todas las fuerzas políticas, y de este modo lograr un gobierno más justo y más eficaz.

 

Es sobre todo esto, que la visión centrista podría simplificarse con la analogía de que la civilización humana es como un automóvil, en donde la izquierda progresista es el acelerador y la derecha conservadora es el freno. Ambos son necesarios e importantes, y el mayor reto de la sociedad es saber identificar cuando es necesario pisar el acelerador para promover el avance, y cuando es necesario pisar el freno para no estrellarse o avanzar en la dirección equivocada. Y lo único que hay que garantizar para que eso funcione, es que el conductor sea libre y consciente.

 

Pero esto no es comprendido por quienes tienen una visión en blanco y negro de la realidad. Por ello, tal como plantea el historiador y politólogo irlandés Peter Mair en su obra Ruling the void: The hollowing of Western democracy (2013) (trad. Gobernando el vacío: el hueco de la democracia occidental), el centrismo es atacado constantemente por la izquierda y la derecha, que le consideran un enemigo debido a su perspectiva conciliadora. La derecha considera que sus posturas son muy progresistas, y la izquierda considera que son demasiado conservadoras. Los liberales lo consideran muy autoritario, y los totalitarios le consideran muy permisivo.

 

Y entre los fanáticos que consideran que la intransigencia es una virtud, se escuchan críticas como las recogidas por el historiador británico de origen judío Eric Hobsbawm en su obra Globalization, democracy and terrorism (2007) (trad. Globalización, democracia y terrorismo) de que el centrismo suele ser una posición tibia y ambigua, que carece de convicción profunda y no tiene valor para tomar decisiones contundentes; O considerado falto de pasión como recoge la politóloga británica Pippa Norris en un artículo titulado Democratic deficit: Critical citizens revisited (2011); o hasta tachados de incoherentes como lo refiere la filósofa y politóloga belga Chantal Mouffe en su publicación On the Political (2005) (trad. Sobre lo político), simplemente por no asumir posturas dogmáticas.

 

Pero lo más difícil, es cuando el centrista debe soportar la mala aplicación del Principio lógico del tercero excluido. Cuando por ejemplo, la izquierda propone algo, la derecha se opone a ese algo, y todos piensan que existen exclusivamente dos formas de resolverlo: (1) armonizando entre ambos, porque ambos tienen algo de verdad o de bueno; o (2) Apoyando a uno u otro, porque si uno está bien, por antonomasia, el otro está mal. Piensan en aquella regla lógica denominada Principio de no contradicción, de que dos ideas contradictorias sobre un mismo punto no pueden ser simultáneamente correctas. Pero nunca consideran que dos ideas contradictorias pueden ser simultáneamente incorrectas y que la solución podría ser una tercera aún no considerada.

 

El centrista, en medio de esas contradicciones, se ve en la necesidad de hacerles saber que, a veces, no hay nada que conciliar porque ambas alternativas son igual de malas y ninguno lleva razón. Pero otras veces debe resaltar que una idea es tan mala, que ni siquiera es válida para conciliar con lo que la contraparte propone, dando la impresión de estar a favor de uno de los bandos.

 

Y una vez más, sin importar lo que decida el centrista, terminará siendo visto como el enemigo de todos. En sus intentos de valorarlos a todos para conciliar sus ideas, termina siendo odiado por todos y, en ocasiones, censurado por todos. Pero entre tantas batallas, es el único que entiende el valor del equilibrio en la diversidad de pensamiento. Y vive su vida pagando el injusto precio de tener una visión más amplia y consciente de la realidad.