El debate presidencial del pasado jueves 27 de junio, muy temprano para ser tarde, obliga a repensar las reglas de la democracia en la economía más importante del mundo. La democracia norteamericana está encadenada a una batalla ideológica que desde 2016 profundizó las brechas políticas de una sociedad que se debate entre promotora de los valores democráticos de occidente y los valores conservadores del Bible Belt. La evidente victoria de Donald Trump es la noticia más amarga no sólo para la democracia norteamericana, sino también para los valores democráticos occidentales en general. La presidencia de Donald Trump (2016-2020), causó una herida muy grave que hurgó en las raíces del miedo más atávico y acusó las brechas políticas e ideológicas de la sociedad norteamericana. Esa herida ha sido muy bien aprovechada para contagiar al mundo del norte y al sur, de una ola antidemocrática que ha dado alas a los movimientos ultra, que en muchos casos promueven una agenda revisionista que atenta contra los valores democráticos más elementales, desde Latinoamérica hasta Europa. Estos movimientos ultra ha sido utilizados por regímenes hostiles, para debilitar tanto al interior como en plano internacional el papel de la democracia occidental, haciéndola ver cómo débil y pusilánime para abordar los grandes retos sociales del mundo pospandemia y de la sociedad industrial del riesgo, siendo todo lo contrario. En la era de la posverdad y de las grandes fábricas de troles, movimientos como el Brexit o el auge del neopopulismo ultra han sido utilizado para debilitar el papel de Occidente en el mundo, pero más que nada para frenar el avance de los valores democráticos derivados del más elemental consenso político global alrededor de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, después de la Segunda Guerra Mundial. En algunos conflictos como la guerra en Ucrania, una guerra prusiana de cañones y trincheras, uno de sus racionales ha sido el estandarte de la lucha contra el occidente decadente.
En Norteamérica el tan importante consenso político e ideológico bipartidista entorno a Row vs Wade de inicios de la década de los 70s del pasado siglo, se hizo añicos por un movimiento político artero que generó una mayoría conservadora en la Suprema Corte de Justicia. El consenso de más de 50 años en torno a Row vs Wade, representó mucho más que el derecho al aborto, sino una especie de “Pax Romana” que trajo equilibrio a una sociedad sacudida por los efectos de las luchas por los derechos civiles de los 60s y los movimientos pacifistas alrededor de la guerra de Vietnam. Salvo la cuestión racial y los derechos civiles, nada divide tanto a la sociedad norteamericana y el consenso de Row vs Wade contribuyó a una larga etapa de estabilidad que incluso permitió una equilibrada alternancia política entre gobiernos demócratas y republicanos hasta 2016.
La victoria de Trump en el debate del pasado 27 mostró que puede mentir impunemente, que se apoya sin remilgos y sin el menor atisbo de remordimiento en los bulos y en los fake news y que de hecho los alimenta. Los acontecimientos de enero de 2021 y el intento sin precedente más parecido a un golpe de estado contra la democracia parecen no importar. Su pobre manejo de la economía y su negacionismo científico, parecen inciertos, su discurso contra la inmigración que alimenta el racismo y la xenofobia, así como sus escándalos y conflictos con la justicia parecen ser polvo en el viento. La victoria de Trump del pasado 27 de junio es la noticia más amarga para la democracia norteamericana y su posible victoria en las elecciones de noviembre no presagia nada bueno para los Estados Unidos ni para las democracias occidentales. No será posible volver a equilibrio político anterior al 2016, pero se hace necesario dejar atrás el legado trumpista para avanzar primero en sanar las profundas heridas que ha causado, así como en la reconciliación política, que no es otra cosa que volver al reconocimiento mutuo del valor de la interlocución y el diálogo constructivo entre las partes, de los centros ideológicos de las grandes formaciones políticas.
En ese sentido la derrota de Biden puede ser entendida como como una dulce noticia. El pobre desempeño de Biden amplificó el descaro de Trump y más que sustituirlo como eventual candidato demócrata, me pregunto sino no debería ocurrir también lo otro, es decir, que los Republicanos sensatos se plateen seriamente sustituir a Trump quien claramente no comulga con los valores más elementales de la decencia e integridad cristiana. Es capaz de vender biblias y al mismo tiempo de mentir descaradamente y negar sus inconductas. Perfiles como los de Trump alientan perfiles como los de George Santos, que luego de ser electo como representante de New York tuvo a finales de 2023 tuvo que admitir que mintió descaradamente sobre casi todo. ¿Son esos los valores que promueve el Grand Old Party? Los silencios de Biden les dieron resonancia a los excesos de Trump y en ese sentido, su derrota es una dulce noticia.
No puedo opinar sobre si Biden debe ser sustituido o no, posiblemente ni siquiera debió presentarse a la nominación. Solo puedo afirmar que, desde una modesta mirada externa, los republicanos ante la resonancia de los excesos de Trump deberían plantearse sustituirlo, no arrollarse ante él. La democracia norteamericana está encadenada lo que genera un efecto de contagio a nivel internacional que favorece el totalitarismo y el ultranacionalismo desde Buenos Aires, pasando por Madrid, París, Ámsterdam hasta Bruselas. Nadie gana con esta prosternación, solo la intolerancia. Las tensiones políticas acumuladas en las principales democracias del mundo, un siglo después nos acerca a un cada vez más parecido escenario global de los años 30s del pasado siglo, una especie de República de Weimar global con el desenlace que se tradujo en la Segunda Guerra Mundial. Estamos un punto de inflexión y los adultos en la habitación deben dar un paso al frente.
El balance del debate del 27 de junio es tan importante, que pudo mover las agujas del reloj del fin del mundo. Mostró a una sociedad cuya clase política está prosternada a los designios de un ególatra que se comporta como un elefante en la cristalería del teatro político global. El bipartidismo sensato debe dar una paso adelante, con el fin de proponerse salir del camino de espinas que ha supuesto para los Estados Unidos y para el mundo el largo calvario iniciado en 2016 y que no se repitan escenas como el penoso debate del 27 de junio. La derrota de Biden puede ser la más dulce noticia muy temprano para ser tarde.