Hoy día hablar de “socialismo” no es lo más frecuente. Todavía resuena el estrépito de la caída del Muro de Berlín en 1989, y en años inmediatamente posteriores, de la extinción del primer experimento socialista de la historia: la revolución bolchevique de 1917, que dio lugar al primer Estado obrero y campesino, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Todo ese derrumbe nos dejó bastante aturdidos. Fue tan grande la conmoción que debieron pasar años -décadas- para que, lentamente, pudiéramos volver a hablar de estos temas con propiedad: socialismo, lucha de clases, revolución, antiimperialismo, poder popular. Este es un resumen de los dos primeros capítulos del libro: La viabilidad del socialismo, que saldrá a la luz próximamente.

La derecha mundial cantó exultante la que consideró su victoria sin atenuantes: la principal experiencia socialista fenecía, a la par que la otra gran potencia socialista, la República Popular China, abrazaba mecanismos de mercado, todo lo cual hacía pensar en una restauración capitalista en ese gigante país asiático. Era, supuestamente, la muerte del socialismo. Un representante de ese pensamiento, triunfador en el momento, Francis Fukuyama, lo dijo sin reparo y sin mediatinta: “fin de la historia y de las ideologías”. Corrían tiempos donde los planes neoliberales (léase: capitalismo salvaje, despiadado, hiper explotador) se imponían rotundos sobre prácticamente todo el mundo, y una vocera de esas políticas, la primera ministra británica Margaret Thatcher, lo pudo expresar terminante: “No hay alternativa”. Es decir: o capitalismo… ¡o capitalismo!

Esfumándose el campo socialista europeo, a lo que Enver Hoxha llamó la sombra enferma del socialismo, con la reconversión de muchos partidos comunistas que, o se desintegraban o se transformaban en socialdemócratas (capitalismo con rostro humano), con la desaparición de proyectos socialistas en numerosos países que habían comenzado a trazar una senda con esa perspectiva (en África con sus procesos de liberación nacional, en Medio Oriente y el Magreb con sus planteos de socialismo árabe),en América y el caribe apareció el socialismo del buen vivir o del siglo XXI ,y, ante todo ello el campo popular global quedó huérfano, sin referentes.

China, si bien hoy sigue abriendo interrogantes sobre su porvenir con su “socialismo de mercado”, en aquel entonces menos aún podía ofrecerse como espejo donde mirarse la clase trabajadora y los pueblos empobrecidos en general. El desánimo cundió entonces, y la idea de revolución social, de carácter socialista, que unos años atrás- décadas de los 60 y 70 del siglo XX- parecía tenerse al alcance de la mano, fue eclipsándose. El sistema, a través de sus numerosos mecanismos de control ideológico-cultural- y también con bayonetas, torturas, desaparición forzada de personas y tanques de guerra-, se encargó de sepultarla para siempre.

De todos modos, las luchas populares continuaron, porque las causas que las provocan nunca desaparecieron, aunque el ideario marxista quedó temporalmente en entredicho, opacado. Hoy, más de tres décadas después de aquel colapso que marcó el fin de siglo, es momento de retomar con fuerza el ideario abandonado, revisándolo, poniéndolo al día si es necesario, pero siempre a partir de la premisa que el cambio en ciernes es imprescindible, por lo que aquellas ideas de transformación siguen siendo absolutamente vigentes. ¿O acaso el “triunfo” del capitalismo nos ha llevado al paraíso? Ese triunfo consiste en tener centros comerciales repletos de lujosas y atractivas mercaderías que muy pocos pueden comprar, con mendigos y pordioseros a sus puertas. ¿Cuál triunfo entonces? ¿Cuál éxito? Debemos retomar aquellos principios no por un puro capricho, sino porque todo indica que el sistema capitalista no tiene salida y, básicamente, porque hay que buscar alternativas válidas para superar la debacle monumental en que la sociedad planetaria está empantanada.
Siguiendo a Atilio Borón “debemos recordar, cuantas veces sea necesario, que Marx no estaba interesado en develar los más recónditos secretos del régimen capitalista por mera curiosidad intelectual, sino que se sentía urgido por la necesidad de trascenderlo, habida cuenta de su radical imposibilidad de construir, dentro de sus estructuras, un mundo más justo, humano y sostenible. Y esta imposibilidad es aún más patente y visible hoy, a comienzos del siglo XXI, que a finales del XIX. De ahí que la reintroducción del marxismo en el debate filosófico- político-teórico- contemporáneo- así como en la agenda de los grandes movimientos sociales y fuerzas políticas de nuestro tiempo- sea una de las tareas más urgentes y productivas de la hora.”

Como correctamente lo dice Claudio Katz “¿Qué sentido tiene batallar contra la opresión capitalista sin desarrollar un proyecto alternativo?” Lo importante hoy, más aún: lo imprescindible, es revisar críticamente esos primeros pasos del socialismo planteado por Carlos Marx y Federico Engels- primeros balbuceos, podría decirse: con apenas un siglo contra seis o siete siglos desde los primeros atisbos capitalistas en la Liga Hanseática en el norte europeo- para que, corrigiendo errores- que, por supuesto, los hubo- plantear cómo continuar la lucha por un mundo que supere al oprobioso capitalismo. Aunque las primeras experiencias socialistas sufrieron reveses -hoy, como se dijo más arriba, hablar de “socialismo” no es lo habitual-, y aunque la maquinaria mediático-cultural-ideológica del capitalismo dominante intente mostrar la imposibilidad de ese “afiebrado e irrealizable” sueño de una sociedad de iguales, el socialismo sigue siendo una esperanza. Existió, lo cual muestra que sí es posible, y sigue existiendo. El ideario socialista sin dudas continúa vigente, porque las causas que lo originaron se mantienen absolutamente vigentes. Decir que esas primeras y balbuceantes experiencias fracasaron es, como mínimo, una falta de respeto -o, más precisamente, un enorme error de apreciación-. O peor aún: un vómito ideológico. Lograron avances fabulosos. Como un mínimo ejemplo -se podrán dar muchos más- solo baste con ver lo que sucedió en el primer Estado obrero y campesino de la historia, la Rusia bolchevique, dirigida primero por Lenin, y luego por Stalin: de un país feudal pasó a ser la segunda potencia mundial (económica, científico-técnica, militar, cultural) en solo unas décadas. Por supuesto que hay logros, fabulosos, aunque la propaganda capitalista los minimice: salario mínimo y digno para toda la clase trabajadora, descanso semanal remunerado, vacaciones pagas, licencia por maternidad, transporte público de alta calidad subvencionado (el metro de Moscú se considera una gran obra de arte, única en su tipo), calefacción hogareña subvencionada, vivienda digna asegurada para toda la población, electrificación de todo el país y un enorme parque industrial, granjas agrícola-ganaderas comunitarias de muy alta productividad, educación gratuita, laica y obligatoria para toda la población, alfabetización del 100% de sus habitantes, universidades e institutos de investigación del más alto prestigio a nivel mundial, salud de alta calidad gratuita para toda la población, completa erradicación de la desnutrición, plena igualdad de derechos para hombres y mujeres, voto femenino, derecho de aborto (primer país del mundo en tenerlo), divorcio legalizado, derogación de la normativa zarista que prohibía la homosexualidad, avances científico-técnicos portentosos (primer satélite artificial de la historia, primer ser humano en el espacio, desarrollo de la energía nuclear civil, tecnologías metalúrgicas de avanzada, grandes logros en biotecnología, caucho sintético, telefonía móvil), poder popular real a través del desarrollo de democracia directa con implementación de los soviets (consejos obrero-campesinos y de soldados), fabuloso fomento del arte y la cultura (cine, teatro, música, literatura, ballet, arquitectura), derrota de la invasión nazi durante la Segunda Guerra Mundial (avanzada militar azuzada por las potencias capitalistas de la época para destruir la Revolución).

La pregunta que se abre es por qué esa experiencia cayó; por qué, luego de esos grandes avances, entró en un período de burocratización, generándose nuevamente una virtual división de clases, y la población no salió a defender sus derechos cuando el golpe de Estado restaurador del capitalismo, ya de forma oficial en 1991. De China, el otro gran país que produjo su revolución socialista, también hay logros fundamentales. Es incuestionable que, de ser un país semifeudal en el momento de la revolución en 1949, pudo sacar de la pobreza rural crónica a 500 millones de personas, constituyéndose en poco tiempo en una superpotencia en todos los órdenes, con un nivel de vida de su población sumamente satisfactorio.

Sin dudas, el socialismo es posible, aunque las fuerzas del capital hagan todo lo imaginable para impedirlo. De todos modos, hoy, al momento de escribirse este opúsculo, la marcha del mundo pareciera indicar que la posibilidad de una revolución anticapitalista va saliendo de circulación. “El gran problema estratégico radica en que muchos pensadores consideran que la izquierda debe centrarse en la construcción de un modelo de capitalismo posliberal. Esta idea obstruye los procesos de radicalización. Supone que ser de izquierda es ser posliberal, que ser de izquierda es bregar por un capitalismo organizado, humano, productivo. Esta idea socava a la izquierda desde hace varios años, porque ser de izquierda es luchar contra el capitalismo. Me parece que es el abecé. Ser socialista es bregar por un mundo comunista”, afirma con razón Claudio Katz.

Ese mundo comunista ¿por qué no sería posible? No solo es posible, sino imperiosamente necesario. Analizar las experiencias socialistas realmente existentes surgidas en el siglo XX puede darnos pistas de cómo seguir luchando para conseguir ese horizonte post capitalista. En el socialismo real hubo inmensos, inconmensurables errores. Pero no olvidar que esas experiencias nunca pasaron de algunas décadas; el capitalismo lleva siete siglos de acumulación. Por otro lado, ¿qué se esperaba de las revoluciones socialistas: paraísos?