La frase que me ha movido esta semana es: “la vergüenza debe cambiar de bando”. Así, la francesa Gisèle Pélicot, se ha convertido en la vocera a favor de los derechos de las mujeres en los últimos días. Lucha por reivindicar la dignidad de tantas mujeres víctimas de violación y violencia en todas partes del mundo *,* tras haber decidido no solo tener un proceso legal en contra de su ex esposo y todos los hombres identificados como sus violadores, sino de hacer el juicio público y de permitir que se conozca su rostro en todo el proceso.
En el 2020, la policía francesa develó tras una investigación hecha a Dominique Pélicot por otros casos, que encontraron en su celular y computadora un sinnúmero de fotos y videos de contenido explícito grabados por él mismo. Entre ellos, los que han resultado como prueba de que Gisèle, su esposa, había sido drogada y violada en lo que se supone unas 200 veces por alrededor de 72 hombres distintos en el transcurso de diez años, todos en complicidad con él. Atrocidad que ni la misma víctima recordaba puesto que su esposo le suministraba drogas que la hacían perder el conocimiento. No fue hasta entonces cuando ella se enteró, por parte de la misma justicia, de tales atrocidades en su contra. Gisele contrajo 4 enfermedades de transmisión sexual y ha pasado por fuertes enfermedades psicológicas por esto.
Ha pedido que el juicio sea público para que todo el mundo pueda tener una idea de las excusas que son capaces de dar los hombres en casos como estos y que no se tape su rostro porque quien se tiene que avergonzar de todo esto, no es ella… *Qué* valiente ha sido esta señora.
¿Qué nos falta para entender que con la dignidad no se juega? Que el otro no está hecho para celebrar mi ego, para hacerme sentir valioso, para entretenerme, para complacerme. Mucho menos tenemos la potestad de denigrar, de invalidar, de maltratar, de humillar, ofender y de tratar mal a nadie. Que nada nos otorga un permiso especial para sentirnos superiores a los demás y actuar en nuestro beneficio haciendo daño.
Si retomamos el respeto, si aprendemos a amar, si empezamos a ser considerados y conscientes de nuestras acciones en lo y en quienes nos rodean. Qué gran impacto tendría en el mundo, en nuestra paz y felicidad, en la de otros.
¿Cuántas vidas de tantas mujeres valiosas siguiéramos disfrutando en nuestro país si la violencia machista que nos arropa, igual de grotesca y despiadada, o aun peor que en Francia, tuviera un enemigo inminente en la justicia?