En estos “días de tíbar”, como escribía Freddy Gatón Arce, he reflexionado sobre el pensamiento crítico ante la realidad que afrontamos los dominicanos.

Unamuno decía que quería que su pensamiento no fuera un “charco de aguas estancadas”, sino “un río de aguas corrientes y vivas”.

Debemos aspirar a ser río de agua viva, de modo que, como seres racionales y responsables, nos acerquemos a quienes más nos necesitan. No ser alberca sin corrientes ni cascadas.

Quien se acerque a las orillas de Internet encontrará un mundo de medias tintas, pero  que, a la vez, es abierto y deshinibido.

No veo los hechos a través de un prisma maniqueísta donde las cosas son blancas o negras. Creo en la tolerancia ideológica, la libertad académica y el pensamiento libre.

Profeso la media aristotélica que predica que la virtud es un término entre extremos nocivos.

Por eso, me preocupa la polarización del debate en temas esenciales para la supervivencia de la sociedad dominicana.

Tampoco me considero escéptico, pero desconfío de quienes propagan verdades absolutas. Prefiero el vértigo de los matices, a la verdad caricaturizada; la riqueza de los contrastes, a los prejuicios de los pensamientos.

En nuestro país ha habido luchas encarnizadas desde el mismo nacimiento del Estado. En los albores de la República, Duarte y los Padres Fundadores fueron perseguidos, acorralados y fusilados por el déspota Pedro Santana y su avara camarilla.

La diferencia con la sociedad haitiana es que en el caso dominicano siempre mantuvimos una idea de cohesión nacional.

En la novela El Reino de este Mundo, el escritor cubano Alejo Carpentier hurga en los orígenes de la estratificación y la explotación de los negros por la clase alta (grands blancs) en Haití. Este relato mágico-realista es un “paisaje con un merengue al fondo” del volcán social en que se ha convertido el vecino país.

Desde 1801, antes de su independencia, la nación haitiana ha sido regida por una treintena de constituciones que han tenido como común denominador la inestabilidad política y la concentración excesiva del poder en unas  pocas manos.

Como en la novela de Carpentier, doscientos años después de su independencia, los haitianos siguen estratificados en “moun anwo” y “moun amba” (los de arriba y los de abajo, en creol). La política es un “coto vedado” de sus élites corrompidas.

Sus desenfrenos y los de las potencias extranjeras han llevado al vecino país a la desintegración y al vacío institucional. Como en Somalia, se ha disuelto el aparato público en grupos acaudillados por bandidos crueles que socavan la dignidad humana.

Pretender culpar a República Dominicana y obligarle a pagar el precio de ese proceso de desintegración social, “so pena” de endilgarnos el mote de “racistas”, es caricaturizar la verdad.