«Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es». Jorge Luis Borges

Los espejos juegan indefectiblemente un importante papel en nuestra vida. El ser humano va al salón o la peluquería por dos razones fundamentales: a vencer el tiempo o bien a mejorar lo que de éste le queda. Y así, podemos ver este tipo de establecimientos repletos de personas cada día de la semana. Todos buscamos, de uno y otro modo, corregir algunas líneas de nuestro cuerpo o ese detalle del rostro que perturba nuestra mirada al fijarla de frente. Son instantes breves en los que revivimos el mito de Narciso. Cuidado, sin embargo, si nos excedemos más allá de lo normal en el deleite de esos momentos; de hacerlo  puede suceder que nos extraviemos en la imagen que nos devuelve la brillante superficie del vidrio que nos refleja.

Yo asisto con regularidad, como todos los demás, a estas saunas del alma y lo hago tratando de ser discreto y evitando desplegar mis alas de pavo real. Me limito tan solo a permitir que lustren y den brillo a mi exterior, mientras me diluyo confundiéndome en un entorno del que adopto su color. Y pese a hacerlo compruebo, una vez más, que ninguno de nosotros somos dueños de nuestro propio destino ni podemos sortear los imprevistos de esta vida. Como muestra de esto que afirmo les cuento un hecho curioso sucedido hace tan solo unos días en mi barbería habitual.

Había acudido al establecimiento como en cualquier otra ocasión. Nadie allí conocía, al menos hasta entonces, nada acerca de mí ni de mi historia personal. Yo era como tantos otros, un cliente más. Regularmente sé  que soy para algunas personas una especie de incógnita, un enigma a resolver. Ignoro si es por mis modales correctos, mi proceder siempre discreto o si mi tendencia a hablar con mesura delata, sin querer, a una persona de cierto nivel cultural. Sin embargo y a pesar de todo lo anterior, yo diría que tiendo a perderme hábilmente y con naturalidad en mundos muy dispares a mi naturaleza hasta confundirme cual salamandra en el medio que me rodea. Me gusta mimetizarme en el paisaje y pasar desapercibido.

Esa fecha en concreto, pese a ello, sucedió algo muy curioso. Al entrar en la barbería y casi a coro los allí presentes afirmaron que yo era un poeta, un hombre de pensamiento profundo y no se cuántas cosas más que podían mover, sin mucho esfuerzo, las agujas de la vanidad en cualquier persona. Sorprendido, pregunté de dónde procedía toda aquella información que de repente se tenía acerca de mí. La respuesta, me dijeron, estaba en las palabras de un amigo de infancia y presidente, por un tiempo, del club más importante de mi barrio. Hacía poco había pasado por el local y contó todas esas historias mientras podaban su barba. Por alguna razón sentí que ese día recortaban la mía aún con más esmero que en pasadas ocasiones, como midiendo de modo distinto la importancia del cliente que atendían. No voy a negarlo, salí del lugar no sólo complacido por el trato sino sinceramente emocionado por el reconocimiento público que de mí había hecho uno de mis mejores amigos de toda la vida, Armando Martínez, al declarar abiertamente y con orgullo ante los barberos, que yo soy un escritor.

Al final, si algo agradecí sinceramente de ese episodio, fue sobretodo el hecho de descubrir no solo la enorme generosidad de Armando al referirse a mí, sino el respeto que mostraron en la barbería por un oficio que a menudo se oculta, en muchos casos casi por pudor, en cualquier ámbito. Escucharles hablar en términos elogiosos, y desde la admiración sobre lo que uno realiza de manera silenciosa y alejado de cualquier ruido innecesario, obliga en mi caso a ir con mas frecuencia a la barbería a disfrutar de ese vanidoso juego de espejos.