Por bizarro y absurdo que parezca, la cirugía plástica también ha conquistado la vagina. Hay un mercado lucroso obsesionado con vender la idea de que el conducto femenino puede, y debe, lucir más “embellecido”. El estándar, por supuesto, es el de la industria clásica pornográfica.
Pudiera haber múltiples razones por las que las mujeres se someten a estas cirugías, que incluyen estrechamiento, reducción de labios, y hasta blanqueamiento. En el caso de los labios protuberantes, se argumenta que resulta incómodo a la hora de usar ropa pegada o hacer ciertos tipos de ejercicios. Sin embargo, más que una real incomodidad física, debe tratarse de un asunto psicológico: los hombres no dicen sentir lo mismo.
Satisfacer a la pareja parece que es la motivación subyacente. El objetivo es no perder, a toda costa, el interés sexual del marido. Algunos cirujanos han llegado incluso a justificar la práctica con el supuesto beneficio que trae en favor de la monogamia.
Percibir “defectos” en la propia anatomía responde a una cultura que impone una normatividad que segrega los cuerpos válidos de los no válidos, deseados vs. no deseados.
Todavía más indignante, y ejemplo perfecto de violencia obstétrica, es el llamado husband stitch o “punto del marido”, que consiste en agregar un punto adicional durante el proceso de episiotomía (incisión que se hace en el parto para facilitar la salida del feto), de manera que el orificio vaginal quede más estrecho. La mayoría de las veces ocurre sin el consentimiento de la parturienta, como si fuera algo mandatorio que no se va a objetar.
Igual que toda intervención quirúrgica, estos procedimientos estéticos, según un estudio del Colegio Universitario de Londres, implican importantes riesgos: dolor recurrente, incontinencia urinaria, atrofia en los nervios del área, y complicaciones en partos futuros (desgarros y hemorragias similares a quienes han sufrido mutilaciones genitales). Lo peor es que no hay suficiente información sobre los posibles daños, siendo difícil tomar una decisión informada.
Percibir “defectos” en la propia anatomía responde a una cultura que impone una normatividad que segrega los cuerpos válidos de los no válidos, deseados vs. no deseados. A la mujer se le diagnostica un trastorno de dismorfia corporal en vez de delatar la violencia ejercida contra ella por parte del conjunto. Estos dispositivos de poder sirven a estructuras de control que históricamente han despojado de autonomía al cuerpo femenino.
El punto es que la vagina “perfecta” no existe, y no tiene por qué existir.