(Dedicado al grupo de mujeres lectoras Generación Encontrada)

(De Puño y letra. Con gratitud y admiración)

La utilidad o inutilidad de las cosas y de los saberes, en gran medida, y desde sus orígenes, está determinada por sus finalidades prácticas o no. O por su impacto e influencia en la esfera de los sentimientos, las emociones o los sentidos. Algunos saberes tienen sus fines en sí mismos, y se determinan por su gratuidad y desinterés, como en las artes. También por su practicidad, interés o funcionalidad, como en las artes aplicadas o útiles; en tanto que, las disciplinas científicas, se juzgan por su utilidad.  A menudo, buena parte de los saberes, están asociados al cultivo del espíritu y al progreso cultural de la humanidad. Ocurre que no todos los saberes son científicos. Hay saberes no científicos con el budismo zen. Tampoco tienen aspiración de cientificidad.

Acaso se define como útil aquello que contribuye a hacernos personas mejores o buenas. Si juzgamos las cosas por su utilidad, por el utilitarismo, una espada vale más que un cuadro de pintura, un martillo más que un poema o una rueda más que una sinfonía musical. Son útiles, pero la espada, el martillo y la rueda no son obras de arte: pertenecen al reino de la cultura, no así al mundo del arte. De ser así, la utilidad de los saberes que han creado las humanidades, las artes, el pensamiento, la imaginación, la creatividad y la fantasía, serían inútiles, pues carecen de utilidad práctica, aun cuando tengan un efecto en la conciencia estética de los individuos. Sin embargo, sirven para ayudarnos en la vida espiritual, intelectual y contemplativa. El arte, como tal, desde la tradición clásica latina, posee dos elementos o funciones: lo “dulce” (que produce placer estético o deleite espiritual) y lo “utile” (utilidad o función social que debía cumplir el arte), como en la Poética de Horacio. Es decir, el arte produce placer puramente estético y, a la vez, conocimiento: entre lo estético y lo social o moral. He ahí el dilema. Más bien, su significación e importancia residen en la memoria del pasado, los valores del espíritu, la búsqueda de la belleza y el sentimiento de las cosas. Vivimos pues en una sociedad capitalista moderna, que desdeña lo inútil –aquellos saberes clásicos desinteresados—y que  se aferra a lo beneficioso, práctico y útil.  Sin embargo, esos saberes humanísticos, estéticos y espirituales han sido los que han dado cohesión, sentido y dignidad, a la persona humana y a la civilización. Esos valores humanos, no obstante, hoy, están cada vez más en crisis, devaluados, vilipendiados y calificados de inútiles, lo cual aterra, inquieta y preocupa.

El hombre, en su búsqueda de sentido vital, ha oscilado entre la idea de optar por la utilidad o inutilidad de las cosas, los objetos y los saberes cotidianos. Desde sus orígenes, las disciplinas humanísticas han buscado fines en sí mismos, de modo desinteresado; son útiles para el espíritu, el pensamiento, la mente, la memoria, la conciencia y el sentimiento, aunque sus detractores y adversarios –fanáticos de las ciencias y las tecnologías–, crean lo contrario. Así pues, desde la antigüedad clásica griega, ha gravitado, históricamente, el dilema de la utilidad del arte y del juego creador. Y esto se vislumbra, desde cuando Platón propuso la expulsión de los poetas de la República porque los juzgaba  inútiles, ociosos y soñadores. Como se ve, la anatema platónica recayó sobre la poesía y los poetas hasta que Holderlin, durante el romanticismo, dijo el verso: “Lo que permanece lo fundan los poetas”. John Locke, un pragmatista político, también desdeñó, como era lógico, la poesía. También el novelista Flaubert, un enemigo de la poesía, decía que “la poesía es inútil” y que los poetas son “soñadores”. Lo decía por su aversión a la poesía y su amor apasionado a la prosa. De ahí que buscó siempre, lo que llamó, el mod just, el modo justo o la palabra justa. Creía que había que poner a competir la prosa narrativa con la poesía o con el verso. Que ya era la época, pues la poesía había reinado durante siglos, y por tanto había que pulir el estilo con la frase certera y única, como lo hizo con su obra maestra, Madame Bovary, en la que se tardó un poco más cuatro años en escribir, y con la que renueva la novela moderna.

En un mundo capitalista, y en una sociedad moderna, donde predomina el “homo oeconomius” sobre el “homo sapiens”, el oficio de poeta, artista plástico, músico, actor o escritor parece un “oficio de difuntos”, y sus practicantes, aves raris, fantasmas, seres inútiles para el progreso material del mundo.  “Si no se comprende la utilidad de lo inútil, y la inutilidad de lo útil, no se comprenderá el arte”, dijo Eugene Ionesco. Parece jocoso este oxímoron, pero encierra una enorme sabiduría y una paradójica antítesis. Este genial dramaturgo del teatro del absurdo y existencialista, también afirmó: “Es absolutamente necesario que el arte sirva para alguna cosa, yo diré que de servir para enseñar a la gente que hay actividades que no sirven para nada y que es indispensable que las haya”. Si el arte es inútil, al menos sirve para crearnos conciencia de su importancia y trascendencia, y de ahí su utilidad. También, de darnos lecciones estéticas de su utilidad humana para combatir y resistir los embates y las estulticias de los fanáticos de las ciencias y las tecnologías, en esta antigua e histórica querella de hegemonía y primacía.

Como se ve, vivimos en un mundo líquido (“modernidad líquida”, según Bauman), no sólido; más bien, en un mundo gaseoso o gelatinoso (“El mundo será gelatinoso o no será”, dijo Dalí, y de ahí su célebre cuadro Los relojes blandos o La persistencia de la memoria), en el que predomina lo superfluo sobre lo profundo, y donde la norma de lo estético y lo ético se diluye en la superficie de las cosas, en los contornos de los objetos cotidianos. Acaso “porque todo lo sólido se desvanece en el aire”, como reza una frase del Manifiesto Comunista, para significar que el capitalismo se diluiría con el comunismo.

Sobre lo superfluo o necesario, lo útil y lo inútil media un relativismo y un sentido paradojal de las cosas. (“Lo superfluo, cosa necesaria”, dijo Voltaire). Por lo tanto, en lo puramente estético o inútil también puede haber una utilidad humana. Extraña paradoja: el arte y las humanidades producen saberes aparentemente inútiles, pues sus mensajes van dirigidos al espíritu humano, a los sentidos, a la contemplación y al deleite estético; por tanto, encienden la pasión y la emoción de quien lo disfruta. Sin embargo, esa inutilidad aparente tiene un efecto en la imaginación y en la creatividad, que le inyecta sentido y razón de ser a la vida humana misma. ¿Qué sería del mundo y las sociedades humanas sin arte y sin las disciplinas humanísticas? ¿Se podría prescindir de esas creaciones de la imaginación y del espíritu humano? Al menos, podemos afirmar que los valores de las artes, de la cultura, del pensamiento y de esos “saberes inútiles” –si bien no tienen una rentabilidad material y práctica–, sí nos ayudan a ser más felices y  a disipar las penas psicológicas, los dolores existenciales y las angustias espirituales. En un mundo donde predominan el neoliberalismo económico y el capitalismo voraz, se impone la necesidad de dignificar lo inútil, lo desinteresado y el ocio creativo e intelectual. Es decir, aquellos saberes que nos han legado las humanidades y las artes. Asimismo, reivindicar la trascendencia, de que lo que es visto como inútil para la sociedad, es útil para el espíritu humano: representa un antídoto contra el utilitarismo, en esta sociedad de consumo desenfrenado y vertiginoso, y de amor al progreso material. Los que ven en el arte y la cultura un gasto inútil, no observan que, a la postre, la real riqueza no es la material sino la riqueza del conocimiento humano, del arte y la cultura, por sus valores imperecederos y trascendentes. La sociedad contemporánea  refleja un malestar y, paradójica y extrañamente,  un estado de barbarie, cuyas causas  hay que buscarlas en la instrumentalización de la razón y en la banalidad material del mundo. El hombre moderno no solo mató a Dios (como exclamó Nietzsche), sino que mató a la civilización  para entregarle el mundo al demonio de la tecnología. Sacralizó la tecnología y profanó el arte y la cultura. Ha hecho de la técnica y la tecnología un “dios salvaje” (como le llamaban los antiguos a la locura), una religión instrumental del progreso y el bienestar material.

Los saberes desinteresados son, en el fondo,  también los más esenciales para el género humano; es decir, las cosas que parecen más inesenciales y gratuitas, terminan siendo, en el fondo, las más importantes e interesantes. A veces las cosas más útiles son las más inútiles, y viceversa. Ahí radica su relatividad. Solo que, para el ser humano, es difícil optar o elegir entre lo beneficioso o no. O si es de interés general o individual, para el presente o el futuro. A menudo, lo bello no sirve para nada, y muchas veces, lo feo es útil. En una casa, la cocina y el baño son más útiles que el jardín o la sala. Esto así pues en la cocina se prepara la alimentación y en el baño se produce la evacuación. Y no podríamos vivir sin comer ni evacuar.

En la estética kantiana, el juicio estético del gusto se fundamenta en el desinterés. El interés del objeto del gusto está vinculado a su placer contemplativo. Para Kant, el gusto “es la facultad de juzgar un objeto o una representación mediante una satisfacción o un descontento, sin interés alguno. El objeto de semejante satisfacción se llama bello”. Es decir, en su Crítica del juicio, el pensador alemán, define lo bello como carencia e interés, cuando no se busca una finalidad. Es pues lo “bello en sí”; vale decir, que los objetos son bellos, en tanto los contemplamos de modo desinteresado, y por puro placer. ¿Cuál es la utilidad de lo bello? Lo bello no sirve, strictus sensus, para nada. Nada de lo que sirve es bello en sí. Lo bello es tal, en tanto no se define en su utilidad o función práctica, sino en su belleza inmanente y subjetiva. Lo útil es feo en sí y, si es útil, deja de ser bello: belleza y utilidad aquí, pues, se oponen o contradicen. Lo bello sirve para producir deleite, disfrute estético, placer sensorial. En efecto, lo útil en sí carece de utilidad estética, pese a que posee utilidad práctica. Lo inútil en sí del arte posee, en esencia, la potencia de la transformación espiritual del hombre.

El cultivo de lo superfluo no entraña beneficio alguno. Pero puede contribuir a mantener viva la llama del placer y la luz de la contemplación. En el fondo, la potencia de lo inútil aparente deviene en beneficio para el espíritu humano. Nos educamos bajo el imperativo ético de que lo útil es lo bueno, y lo inútil, lo malo. Y en ese laberinto paradojal nos confundimos, entre lo estético y lo social, lo práctico y lo teórico. De ahí el gran debate en la historia el pensamiento estético decimonónico, entre el “arte por el arte” (art pour art) y el arte comprometido (o engage), la función estética y la función social del arte: estetizante o moralizante.

Leer los clásicos es una forma de cultivar el arte de los saberes inútiles, la búsqueda del conocimiento de modo desinteresado. Para Aristóteles: “El saber carece de utilidad práctica”. La misma búsqueda del saber que define la filosofía, es decir, el amor a la sabiduría, es un amor desinteresado. También el cultivo de las Bellas Artes fue, en su origen, una búsqueda, sin interés, de belleza. Por eso dijo Ovidio: “Nada es más útil que las artes inútiles”. Los valores del arte, o de las obras de arte, no son inútiles, pues poseen o llevan intrínseco, la gravedad y la gracia de lo lúdico. Su lenguaje de expresión entraña una utilidad que alimenta la memoria, la imaginación y la creatividad. “No hay nada inútil, ni siquiera la inutilidad misma”, afirmó Montaigne. Los abanderados de la ciencia y la tecnología, aquellos que solo creen en el hombre económico y científico, antes que en el hombre sabio o amante de las artes y la sabiduría, se preguntan: ¿para qué sirven la pintura, la escultura, la música, la poesía, el teatro, la danza, el cine, la novela, el cuento o la fotografía?  Heidegger dijo: “Lo más útil es lo inútil”. Lo dijo acaso no como una paradoja conceptual, sino porque fue un filósofo que creía en la utilidad de la existencia y en la fenomenología de las cosas del mundo social y material.

La esencialidad de las cosas tiene un valor intrínseco. A menudo, las cosas esenciales y vitales son, en apariencia, superfluas. Algunas cosas parecen, en la superficie, sin importancia, y por tanto, su utilidad parece no tener interés. Otras son, en la superficie, muy profundas, y viceversa. He ahí su misterio y su magia. O su simetría. En ese sentido, dijo Ítalo Calvino: “Nada es más esencial para el hombre que las cosas que parecen gratuitas y desinteresadas”. Por ejemplo, los autores clásicos no se leen por algo o para algo, con un fin, propósito o utilidad: se leen por placer, por el gusto de leerlos, por puro deseo o voluntad de aprendizaje y de conocimiento. Para conocerlos o para conocernos o reconocernos en ellos. Para conocer sus ideas y saber cómo pensaban en su época, el presente, y prefiguraron o anticiparon el futuro. También para viajar con ellos en el tiempo de su escritura y en el tiempo histórico del relato. O para encontrar respuestas a los grandes temas y enigmas humanos y del mundo. Asimismo, para conocernos a nosotros mismos, en ellos. En fin, los clásicos nunca terminamos de leerlos, ni de agotarlos ni de comprenderlos. Un clásico, uno nunca puede decir, “lo leí”, afirma Calvino. “Los clásicos son esos libros de los cuales se suele decir: “Estoy releyendo…” y nunca “Estoy leyendo…”, sentencia.

En el vórtice de esta sociedad consumista, apegada a las tentaciones del utilitarismo, al individualismo cínico y siniestro, el cultivo de los valores del espíritu –para conjurar el egoísmo y la valoración positiva de los saberes superfluos e inútiles, pero ricos en humanidad–, aflora como salvación y escape de la prisión moral y de la asfixia ética a que los mismos han sido sometidos. Así pues, sería posible trascender de la no-vida a la vida auténtica y dinámica. Es decir, lograr una vida inspirada por la curiosidad desinteresada y apasionada antes que por la instrumentalización del alma. Una vida alejada del “mundanal ruido”, como dijo Fray Luis, representa un terreno fértil para el cultivo de la contemplación festiva y serena, la meditación y la concentración. Y sirve, además, para la práctica de los saberes humanísticos, sin esperar nada a cambio, sin promesa de materialidad, sin recompensa económica.

El Quijote de la Mancha representa al héroe de la inutilidad, cuyo protagonista, don Quijote, encarna el fracasado, el soñador, el idealista que enloquece de leer novelas de caballería. Así pues, nuestro héroe cómico, el “Caballero de la Triste Figura”, el antimaterialista, deviene en el arquetipo de lo inútil, el que hizo de las ensoñaciones diurnas, la materia prima de sus hazañas inverosímiles, fantásticas y maravillosas, que el genio de Cervantes convirtió en escritura novelesca, hasta fundar la novela moderna y crear una religión hispánica y laica, el quijotismo, al decir de Unamuno.