Cualquiera que lea la postura de los líderes estadounidenses sobre la posibilidad de reunificación de China, pensará que en su mente está la idea de que Taiwán pertenece a los EUA, como parte integral de su territorio, a la que tendrían que defender por la fuerza como si se tratara de La Florida o Texas.
Esa aptitud norteamericana respecto a la eventual unificación se explica a partir de la supremacía tecnológica y comercial, debido a que Taiwán tiene la mayor empresa del mundo en la producción de chips semiconductores avanzados, y Estados Unidos quieren a como dé lugar impedir que ésta pase a control chino.
Sin embargo, tal situación tiene un período de vigencia relativamente corto, en virtud de que ya EUA está estableciendo los incentivos para atraer la indicada producción a su territorio y, por otro lado, sabe que en cuestión de pocos años ya China los estaría produciendo en el suyo. A partir de ese momento, Taiwán dejaría de generarle tanto interés a Estados Unidos.
Es evidente que para los chinos el “siglo de la humillación” ya pasó, por lo que entienden que, si tuvieran que recuperar la unidad haciendo uso de la fuerza, pues no les quedaría más remedio, aunque tampoco eso es algo que implique mayor urgencia, a no ser por la incitación norteamericana. Sus maniobras militares no son más que la reacción forzada ante las insistentes provocaciones de los Estados Unidos, comenzando con el viaje oficial a Taiwán de Nancy Pelosi y las sucesivas amenazas de Biden.
El espíritu de reunificación tiene una sustentación legítima. Si a un dominicano, incluyendo al Gobierno del país, le dijeran que la Isla Saona se apresta a constituirse en república independiente, con los auspicios de otro país, habría consenso en nuestra patria sobre la necesidad de usar el Ejército para impedirlo.
No hay evidencias hasta hoy de que en China se perciba resentimiento ni ánimo de venganza histórica porque, si eso fuera el ambiente de la época, el mundo occidental tendría que vivir eternamente nervioso, preocupado por una eventual reacción de todos los demás pueblos de otros continentes, particularmente los de África, Asia y el Medio Oriente, que fueron los más recientes en ser sojuzgados y conservaron gran parte de su propia fisonomía.
Sin embargo, después de la Segunda Guerra Mundial y, particularmente, de crearse el Sistema de las Naciones Unidas, el espíritu prevaleciente es el de la convivencia entre las naciones, y la resolución pacífica de los conflictos.
Todo indica que el único temor de Estados Unidos es verse desplazado de su lugar como mayor potencia económica del mundo, pero ¿Cuál es el problema de que otro sea más grande? Un país puede haber traspasado a otro en términos económicos o demográficos sin que eso sea una catástrofe para nadie. Ningún país ha sido investido de un mandato divino para ser más grande o importante que los otros.
El orden mundial de posguerra, que ahora los E.E. U.U. se empeña en desmantelar y que China tanto quiere preservar, porque le ha venido muy bien, basado en la globalización comercial y financiera y la solución pacífica de los conflictos, va a perdurar, necesariamente más tiempo del que desearían los norteamericanos.
A lo sumo, el mundo irá evolucionando gradualmente hacia bloques medio separados, pero intrínsecamente integrados en un todo. Probablemente, la tendencia futura de ambos será a reducir vulnerabilidades, aumentando la resiliencia de algunos sectores vitales desde el punto de vista militar o económico.
Fuera de China, Rusia y los Estados Unidos, el mundo está formado por múltiples países, algunos también grandes e importantes, cada uno de los cuales responden a su propia visión, cultura e intereses. Por más alineados que parezcan, jamás estarían dispuestos a inmolarse, siguiendo ciegamente los dictados de Washington o Beijing, rompiendo con el otro. Aun los más poderosos de Europa Occidental lo intentaron como reacción a la guerra en Ucrania, y después están “pidiendo cacao”.
Desde que se inició el deshielo, en la época de Richard Nixon, hasta ahora, China había compaginado un crecimiento económico sin parangón con la negativa a democratizarse en los términos occidentales. Eso es utilizado por Estados Unidos, en épocas más recientes, como excusa para la lucha contra ese país, a sabiendas de que la verdadera razón es la supremacía global.