Poco después de la medianoche, decides irte a la cama. Hace un calor bochornoso. Cuánto desearías prender el abanico, pero hace catorce horas que se fue la luz y tu pequeño inversor no aguantó más, se extinguió como vela que cubres con un vaso.

Sudas como un potro. Es un sudor pesado, rancio, parecido al aceite de coco. Con gusto abrirías la ventana, pero a quién se le ocurre dormir con la ventana de par en par en el barrio que vives, te llevan hasta la cama contigo encima.

Te acuestas desnudo, como tu madre te parió. Aunque acostumbras dormir bocabajo, esta vez lo haces de lado, para no empapar de sudor el colchón donde acostaras a la muchacha que ya tienes planificado llevarte la semana entrante.

Apenas cierras los ojos, un zancudo te zumba el oído izquierdo. Te volteas, pero te vuelve a zumbar el oído derecho. Es un zumbido ensordecedor, como el que emiten los aviones acrobáticos que hacen piruetas a ras de suelo.

Te pones bocarriba y te cubres la cabeza con la almohada, pero enseguida sientes un terrible pinchazo en la barriga.

Desesperado, te levantas y abres la ventana, con la esperanza de que se vaya y te deje en paz. Mala estrategia, otros, tan necios como él, esperaban para entrar. No sabes cuántos, cuatro, diez, tal vez treinta. Uno te pica el cuello, otro te revolotea dentro de una oreja y luego te pincha la punta de la nariz. Te das un manotazo tan fuerte que sientes dos chorritos de un tibio y espeso líquido de un sabor metálico descender de tus fosas nasales. Era justo lo que querían: tu sangre. En cuestión de segundos, te acribillan la cara a pinchazos.

Desesperado, te cubres la cara con las dos manos. Otra mala estrategia. Descienden a otras partes de tu cuerpo. Te pican el pecho, los brazos, el ombligo y, para más joderte, también los testículos.

¡Malditos bichos! Ya sé, por el diabólico ruido que emiten, tienen que ser de esos muy negros y de patas largas.

Presumes de no ser antihaitiano, tampoco racista, pero estas seguro que estos no son dominicanos. Los de aquí también son necios, pero no son tan crueles. Estos desgraciados, que te pican y nunca los ve, como brujos al fin que son, vienen de Haití. Ahora si es verdad que estamos jodidos, nos invaden por tierra y aire.

También presumes de ser una persona ecuánime, que detesta dar respuestas desproporcionadas, como pegarle una trompada a quien sin querer te pisa un pie.

Pero, desesperado, sacas la pistola que guardas debajo del colchón, porque hombre desarmado huele a muerto en el barrio que vives.

Haces dos disparos al aire.

¡Qué metida de pata! Tras los disparos, todos se lanzan sobre ti, te pican los pómulos, la frente, la boca, el pecho, las piernas; incluso, un asqueroso te pica en la misma raja de las nalgas.

¡Maldita sea la hora! Haces dos nuevos disparos a ver si a este último malvado por lo menos le destroza una de las antenas que le permiten detectar ya no solo el óxido de carbono de tu respiración, sino también el olor de tu trasero, pero te pasa de nuevo zumbando la nariz. Por el olor a mierda que lleva encima no cabe duda de que se trata del mismo.

Le haces otro disparo, y te responde con un pinchazo en un párpado. Vuelves a disparar, pero el bicho contrataca, aterriza en el hoyo derecho de tu nariz.

Ya solo te queda una bala. Tienes que elegir, morir de un tiro en la cabeza o de los pinchazos que recibirás en el trasero cuando salgas corriendo.

Te decides por lo más honorable.

Suena un último disparo.