Por citar solo a algunos, la revelación del mundo fantástico de la literatura, la debo a las grandes novelas de Jonathan Swift, Jules Verne y H. G. Wells, aunque quizás, queriendo ser brutalmente justo, antes que a ellos, la debo a la inolvidable primera parte del imperecedero relato “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha”. Esa puerta a la mejor ficción que me abrieron los libros, inexplicablemente, ya desde niño, me hizo fantasear y desear ser testigo de algún acontecimiento apocalíptico. Como era de esperarse, con el paso de los años, ese deseo mermó y cedió su lugar a intereses y preocupaciones menos fabulosos.
En días pasados, sin embargo, en el reducido espacio de un ascensor, caí en la cuenta de que esa tremenda aspiración infantil había sido satisfecha. Sí, de golpe y porrazo, hube de reconocer que era y estaba siendo testigo de un evento apocalíptico, tal vez menos dramático que el diseño dibujado por mi imaginación, pero igualmente sobrecogedor, a saber: la ineluctable evanescencia del ser. Aclaro de inmediato que este descubrimiento mío no me lo dictó mi afición por la filosofía ni mi irremediable inclinación a los versos.
Hoy en día el ser racional ya no ocurre exclusivamente en las personas, su centro se ha desplazado y ocurre también en el ámbito de la virtualidad. En las redes sociales, una imagen sola sustituye al sujeto del que procede y puede tener tanta o más vida que su causa. Esto lo constaté una tarde de invierno cuando una bella mujer detuvo el ascensor un piso más abajo de mi oficina en la torre donde trabajo; entró con la mirada fija en su móvil y sin siquiera saludar, después haber descendido13 pisos, salió. Antes que saliese, alcancé a ver que sonrió un par de veces, enajenada frente a la pantalla, como si tuviera un vínculo real con la cosa encendida.
Ciertamente no esperaba entablar una conversación con la bella mujer ni tampoco empezar una amistad, y aunque ya antes en el metro había experimentado aquel preludio de evanescencia, incluso en medio del gentío de las horas pico, en esta ocasión creo que se consumó mi desaparición y que por algunos instantes fui forzado a no ser. De no haber sido por los espejos del ascensor, es probable que habría dudado que estaba allí. Llegado al piso subterráneo donde bajé del ascensor para dirigirme al aparcamiento en busca de mi auto, sentí la sospecha terrible de haber pisado por primera vez una tierra ignota; una tierra ignota, sobre la que un día no quedarán más que cadáveres o sobrevivientes mutilados.
Yo no soy rebelde, nunca lo he sido; tampoco me complazco en ir contra corriente. Incluso, más que la literatura o la ópera, mi vocación primordial es la de un sosiego contemplativo, la búsqueda de un horizonte plácido, pletórico de árboles bajo la mortecina luz de un crepúsculo perpetuo. No obstante, esta mi natural propensión a la calma no me exime de mis deberes y me resultaría inmoral quedarme callado en estas circunstancias. Que las gentes caminen por las calles o conduzcan sus automóviles alienados ante el brillo ficticio de sus pantallas, prescindiendo adrede de la presencia de los otros, es deletéreo. El que pasa al lado de su semejante y lo ignora, sin saberlo, lo está expulsando del lugar que ocupa en el presente, y ello equivale a deshumanizarle. El acontecimiento apocalíptico del que hablo es precisamente éste: la deshumanización recíproca y consensuada que la sociedad obra contra sí misma.
Nuestras vidas se construyen a partir de actos que producen hechos, los cuales a su vez generan experiencias, luego, estas experiencias, buenas o malas, se convierten en recuerdos. Si los actos cotidianos de esta generación se cumplen mayormente frente a una pantalla, ¿no se está acaso renunciando de antemano al imprescindible movimiento que necesita la vida para diferenciarse de la muerte? No en vano la imagen por excelencia de la muerte es la postración y la ausencia de movimiento. Insisto, ¿qué cantidad de experiencias o recuerdos pueden atesorarse dentro de un habitáculo virtual, donde no existe la compañía, el juego y los desafíos que representan los otros y que nos fuerzan a realizar actos sociales? Desgraciadamente, las dos grandes consecuencias que desencadenará este nuevo estado de cosas serán la turbación del azar y el vaciamiento del futuro. Despojar la vida cotidiana del dinamismo que le imprime el azar, a la larga, significará vaciar el futuro de su intrincado orden de vicisitudes. El destino de esta generación pudiera ser yermo y árido como un desierto porque sencillamente su pasado carecerá de albures y aventuras, los cuales, dado que no ocurrieron, no se convirtieron en recuerdos de calidad.
Por ejemplo: ¿Qué indecibles contingencias podrán relatar los esposos que se conocieron en Tinder después de haber ambos recorrido su extravagante catálogo de usuarios? ¿Cuáles emociones evocarán los adolescentes que vieron aquel clásico memorable en Netflix, encerrados en sus dormitorios y no en la pantalla gigante del cinematógrafo? Sin duda, el relato de sus recuerdos no podrá jamás compararse con el de aquellos que se conocieron en un salón de clases, en una fiesta o en algún lugar fortuito. Tampoco será lo mismo rememorar una tarde en la cancha o una excursión a la montaña, que evocar las vivencias de un chico que pasaba largas horas frente a la videoconsola. Y ello porque la memoria difícilmente vuelve a los lugares donde estuvimos solos; en cambio, escarba en el pasado y recupera sin dificultad los momentos en que estábamos acompañados.
Nuestros niños y adolescentes necesitan amigos, no aparatos que los confinen en una isla de necedad y distracción, excluyéndolos de la sociedad y el mundo real. La soledad sólo es buena cuando es voluntaria y se abraza en la edad adulta, producto de un impulso eminente del espíritu; es sabido además que es cosa de unos pocos elegidos. Para tener éxito en la soledad, se requiere de una cultura y costumbres superiores, pues, se trata siempre de un territorio inhóspito donde, tarde o temprano, se escucharán el estrépito del vacío o los ecos del paraíso. El sonido trascendental de esas voces, hay que decirlo, no aprovecha a todos por igual; incluso, las más de las veces, no se vuelve jamás a ser el mismo porque la soledad transfigura. Muchos grandes filósofos han coincidido en establecer la medida del hombre según el tamaño de su soledad y lo que logra hacer en ella.
Este grito de alarma mío, más que por mí, lo doy por los otros, por aquellos a quienes el accidente virtual que campea en este siglo, les cortará el camino y les dejará al borde del precipicio; por ellos y no por mí alzo la voz. Porque a mí me sostienen usos y hábitos que practico cotidianamente como pequeños rituales de consagración; yo me sirvo del tiempo como de un cáliz exquisito y apuro su contenido con la fruición de un habitante de la eternidad. Mis defensas alejan continuamente el ruido y la confusión, y me preservan de la barbarie; puedo, en suma, decir con Miguel Ángel: “vivo de lo que los otros mueren”.
De todas formas, a aquella bella mujer cuyo embeleso tecnológico me hizo, por algunos segundos, salir del mundo, quiero todavía escribirle el poema que su necia abstracción, muy probablemente, le negará e impedirá leer. A ti, hermosa mujer distraída:
Por las tardes, la ciudad
aguardará el paso de tu sombra
para bajar al río de la noche.
Oscurecerá cada vez que tus ojos
se demoren detrás de las ventanas.
Te esperaré en medio del mundo,
y me quedaré con las palabras
que se agolparon en tus labios
y que no me dijiste.
Más tarde, ellas me harán compañía
y serán esta lenta soledad donde oscilo.
Luego, te buscaré muchas veces
y no te encontraré.
Tu silencio abrirá huecos en el aire
por donde, un día, se perderán
todas mis palabras.