¨Porque después de todo he comprendido, que lo que el árbol tiene de florido, vive de lo que tiene sepultado¨. Francisco Luis Bernárdez
Desidia, frustración, desesperanza, irritabilidad, tristeza, son algunas de las emociones que acompañan nuestro día a día en los tiempos que corren.
La ansiedad y la depresión, en sus diferentes versiones, se han apalancado en la percepción de celeridad que han creado las redes sociales y la híper-conectividad, haciendo que perdamos de vista el meollo del asunto, lo que realmente nos aflige. Ofreciendo una solución paliativa al sufrimiento que nos sobrecoge, con el placebo del consumo.
Útil es reconocer que el origen de gran parte de nuestros padecimientos radica en la insatisfacción de no alcanzar lo anhelado. Como cuando las cosas no han salido como queríamos. Por esto, cada vez que nuestra ilusión se estrella con la realidad, sufrimos.
Nuestra alexitimia no nos permite comprender nuestras propias emociones. Lo que produce, en ocasiones, un monólogo interno agresivo, violento e implacable. Una autoflagelación cruenta y descarnada. Todo por no saber, o no querer reconocer, que cargamos con el lastre de nuestras heridas de infancia, ya sea de traición, injusticia, abandono o rechazo.
Pero no todo está perdido. Un primer paso, de tantos que hay que dar, para escapar del panóptico de nuestros pensamientos destructivos es conocernos. Identificando lo que nos afecta. Aquilatando nuestra realidad. Valorando el tiempo presente, agradeciendo lo que tenemos y siendo conscientes de lo que nos queda, o pudiera quedarnos por vivir.
Ciertamente, en términos humanos, corpóreos y materiales, en el único lugar donde no tendremos sufrimiento, dolor o pena, es en la paz del cementerio. Convengamos entonces que necesitamos pasar por el fuego de la adversidad para fortalecernos y desarrollarnos. Pues en el crisol de la desilusión y el fracaso, se forja nuestro carácter. Por tanto, no deberíamos rehuir de él, en el entendido, de que, en una justa medida, nos hace crecer.
La humildad, en su acepción más pura: Como reconocimiento de nuestras limitaciones, nos ayuda a ser más considerados, y menos exigentes con nosotros mismos. Cualidad que viene bien a la hora de saber hasta qué punto están en nuestro control y alcance las cargas que hemos decidido llevar a cuestas.
Un ejemplo ilustrativo es la azúcar que necesitamos en la sangre para vivir. Es imprescindible, pero si tenemos más de la debida, nos enfermamos (diabetes). Lo mismo sucede cuando asumimos más peso del que podemos soportar (distrés).
No conviene, por ser una práctica infructuosa e insana, indagar por qué nos ha sucedido lo indeseado. Puesto que, en el laberinto de posibilidades solo encontraremos angustia, dado que la vida no responde a una lógica matemática. Todo nos puede pasar a todos, y en este sentido, la incertidumbre será una constante.
Mejor es meditar en quienes éramos antes y después de la calamidad. Probablemente, concluiremos que para conseguir lo conseguido era necesario soportar lo soportado.
Recordemos que la vida es un mientras tanto. Que la felicidad es un estado de bienestar subjetivo. Y, que, para ser felices, debemos, antes que todo, “ser” auténticos (en el sentido existencial de la palabra). A sabiendas, de que somos lo que damos, no lo que tenemos.