El día después de las elecciones, y los siguientes días, el dedo índice de mi mano derecha seguía mostrando la marca de mi ejercicio del derecho al voto en las elecciones del pasado 19 de mayo. Mi hijo menor me encontró en la cocina, con un estropajo de fregar, intentando quitar la tinta indeleble y me preguntó qué ocurría. Le expliqué que en países como el nuestro se utiliza esa tinta para evitar que una persona vote dos veces o se olvide pronto de que con su participación en las elecciones también es corresponsable de lo que decidan los candidatos por los que ha votado si resultan electos.

Algunas madres somos así. No perdemos oportunidad de dar lecciones en aquellas cosas que creemos importantes. Algunas lo hacen para recalcar la importancia de la alimentación saludable o de la educación y otras para insistir en la necesidad de hacernos responsables del mundo en que habitamos. En cualquier caso, el amor y la conciencia de ser constructores de la sociedad en que vivimos—o su ausencia—, son la tinta indeleble con la que marcamos los corazones de los hijos para toda su vida.

No es casual que el “día de la madre” se celebre en muchísimos países. La influencia de cada madre en su hijo o hija es innegable. En República Dominicana, curiosamente, la celebración se hace en plural, es decir, festejamos el día de “las madres” lo que tiene mucho sentido, tomando en cuenta que en nuestra cultura las abuelas, las tías, las madrinas, las maestras, las vecinas y también las empleadas y voluntarias de las organizaciones sociales son, un poco, madres de niños que han nacido de otros vientres.

Es que educar requiere de tiempo y presencia. La mayor parte de las veces, la conducta de los hijos no se produce en el vacío, sino que es una respuesta a lo que recibe. Entonces, resulta fácil comprender que la tinta indeleble del amor y la conciencia ciudadana en tantas vidas sufre por causa de la distancia física entre madres e hijos, especialmente en las poblaciones más vulnerables. Cada año, miles de madres de nuestro país se mudan a otras ciudades sin sus hijos, para ganar el dinero que les permita proveerles lo mínimamente básico para subsistir. A veces “la otra ciudad” resulta ser otro país, y entonces ver a los hijos los fines de semana o cada quince días, parece un privilegio maravilloso que envidian las madres que están en el extranjero.

No son pocas las mujeres en esa situación: según datos del Instituto Nacional de Migración de la República Dominicana, en el 2020 aproximadamente el 59% de todos los emigrantes dominicanos fueron mujeres, un 7% más de emigración femenina que en el resto de la región.  Entonces, para las madres que aman, educan, aconsejan a sus hijos vía WhatsApp, la tinta indeleble del amor y la conciencia ciudadana no solo implica mayor esfuerzo, sino también la imprescindible maternidad compartida con otras mujeres que abrazan, guían, alimentan y contienen emocionalmente al hijo o a la hija de sus entrañas.

Este domingo, aun con la mirada puesta en el resultado de las elecciones, además de agradecer —quienes puedan— por las madres que han tenido y que han alentado sus sueños e ilusiones, puede ser un buen día para que todos reflexionemos sobre una tarea inaplazable: la necesidad de desarrollar acciones educativas y compromisos personales y familiares que busquen soluciones a los graves problemas que enfrenta la maternidad en nuestro país.

Porque criar hijos no es un trabajo que se puede hacer a medio tiempo o durante unos pocos años mientras surge otro proyecto. Requiere de amor y presencia constantes, o dicho de manera más comprensible, requiere de paciencia, de gozo, perdón, esperanza y fe en lo que se va sembrando en cada niño o niña. Y para eso hace falta el apoyo de un entorno que ayude a caminar cada día y a superar la angustia con que la mayor parte de las mujeres viven su maternidad en República Dominicana. Así lo ha hecho muy discretamente desde hace 19 años la Pastoral Materno-Infantil, organización que funciona principalmente con voluntarios en 21 provincias de nuestro país, cuya misión es acompañar, cuidar y abrir caminos de vida a mujeres embarazadas en situación de vulnerabilidad y a sus hijos e hijas hasta que estos inician la escolarización a los cinco años de edad.

Porque muchísimas madres, además de tener que enfrentar los desafíos propios de la crianza, como dotar a sus hijos de propósito, sentido y esperanza, tienen que sufrir la ausencia de condiciones adecuadas de atención médica durante el embarazo y la primera infancia y convivir con situaciones de inseguridad y deterioro ambiental en sus comunidades.

Quizás se vea más claro si el próximo domingo, en lugar de romantizar en redes sociales la heroicidad de las madres, empezamos a hablar de madres maltratadas por los padres de sus hijos, de madres desempleadas, de madres pobres, de madres que tienen hijos con discapacidades, de madres adolescentes, de madres con enfermedades catastróficas, por poner solo algunos ejemplos. Si en lugar de pensar en ellas como merecedoras del “bono madre”, o de cremas para la piel o hermosas flores, nos esforzamos por poner a su alcance condiciones de trabajo que hagan posible la conciliación de la vida laboral con la maternidad, compensaciones económicas y asistencia sicológica para aquellas madres que cuidan de sus hijos adultos con discapacidad, entre otras reivindicaciones posibles.

Lo cierto es que no hay progreso que merezca tal nombre si no se procura que aquellas mujeres sobre cuyas espaldas hemos cargado el peso de educar a los ciudadanos de mañana, puedan hacerlo en condiciones de dignidad y respeto. Lograrlo es tarea de todos y quizás la mejor manera de honrar a las madres que nos dieron la vida o nos criaron.