El populismo, esencialmente, se presenta como una crítica a las elites tradicionales y al “establishment”, abogando por devolver el poder “al pueblo”. No obstante, esta concentración del poder en la figura de un líder carismático puede erosionar los controles democráticos y las instituciones que garantizan el equilibrio del poder.

Si bien los lideres populistas pueden disfrutar de amplios márgenes de popularidad, la tentación de utilizar ese apoyo para perpetuarse en el poder o debilitar los contrapesos institucionales representa un peligro tangible.

El auge del populismo en las últimas décadas ha planteado serios desafíos para las democracias modernas, los lideres que apelan directamente a las masas, a menudo a través de discursos simplistas y polarizantes, han capitalizado el descontento popular para consolidar poder. En este contexto, una gestión responsable del poder se convierte en un imperativo para preservar la estabilidad institucional y evitar que las tensiones sociales escalen en crisis irreversibles.

Es determinante que los lideres, -incluso aquellos con mandatos mayoritarios-, respeten y fortalezcan los mecanismos democráticos que limitan su propio poder. La historia ha demostrado que, cuando los sistemas de control son debilitados, la democracia misma se pone en riesgo; para gestionar bien el poder, es necesario que las instituciones como el poder judicial, el legislativo y los medios de comunicación puedan funcionar con total independencia y sin interferencias políticas.

Uno de los efectos más perniciosos del populismo es la polarización. La narrativa populista suele dividir a la sociedad entre los “buenos”, representados por el pueblo llano, y los “malos”, que pueden incluir a las elites, los inmigrantes o cualquier grupo percibido como amenaza. Esta dinámica incrementa la fragmentación social, alimentando la desconfianza y el odio entre los diferentes sectores de la población.

Álvaro Vargas Llosa en el libro El Estallido Social del Populismo (obra colectiva), lo expresa con claridad al expresar “El enojo, muchas veces justificado y comprensible contra las instituciones y los partidos políticos ha llevado al auge de opciones que amenazan con socavar las libertades de los ciudadanos.”

En estos tiempos tan convulsos, gestionar el poder implica rechazar la retórica de “nosotros contra ellos” y buscar puentes de entendimiento. Los lideres políticos deben resistir la tentación de capitalizar la división social para fortalecer su base de apoyo, y en su lugar, promover el diálogo y la inclusión como valores fundamentales para la cohesión social. La política responsable es la que se preocupa por el bienestar general, en lugar de fomentar el enfrentamiento.

Para muchos lideres populistas, la relación entre el poder y el pueblo se presenta como una suerte de contrato directo, en el que ellos personifican la voluntad popular.

Un liderazgo auténtico no puede entenderse como la simple sumisión a los impulsos de las masas, sino como la capacidad de interpretar, articular y gestionar los intereses comunes de manera justa y equilibrada. La correcta gestión del poder requiere que los lideres actúen como servidores públicos, conscientes de que su mandato es temporal y que es su deber mejorar la vida de los ciudadanos, no fortalecer su propia posición.

La rendición de cuentas, la transparencia y el respeto a los derechos humanos son elementos calves para garantizar que el ejercicio del poder se mantenga dentro de los marcos democráticos, aun en tiempos de alta volatilidad política.