Hastiado por los insultos, el futbolista de tez negra Vinicius Junior señalaba con insistencia al aficionado que le gritaba “mono”. No se trataba de un caso aislado. Durante toda la temporada, se habían expresado semejantes expresiones de odio en distintos estadios de España.

 

Si preguntáramos a los vociferantes si se consideraban racistas, la probable respuesta sería negativa. Inquiridos sobre aquellos insultos, a lo sumo, los habrían reconocido como una broma pesada propia del fútbol. El racismo se asocia con un conjunto limitado de prácticas explícitas como la restricción de movimiento por el color de la piel, la prohibición de acceso a determinados lugares, o prácticas ancestrales hoy reprobadas como la esclavitud.

Pero el racismo es un problema más complejo. Constituye un sistema de prejuicios, valores y prácticas inmersas en una cultura y que forman parte de las estructuras mismas del ordenamiento social, sin que los individuos sean muchas veces conscientes de ello.

Lo referido hace que los insultos racistas, como gritarle mono a un futbolista negro, con la consiguiente gestualidad, se interprete como parte de los ritos y gestos de la recreación deportiva. Opera “la sutileza del racismo recreativo”, uno de los tópicos que se abordan en el programa de concientización contra el racismo dirigido a profesores de escuela que apadrina Vinicius.

 

El racismo recreativo no permite leer los referidos improperios como lo que son: una degradación de la persona que infringe daño psicológico y no minimizarlo bajo la etiqueta de una broma o un juego.

 

Por otra parte, en una reseña del caso, el periodista deportivo David Álvarez destaca un detalle interesante relacionado con el momento en que Vinicius se encara con su ofensor; la cámara lo acompaña mostrando su exaltación, su enojo, su desesperación, pero en ningún momento se enfoca en los ofensores.(https://elpais.com/deportes/2023-05-23/la-cruzada-de-vinicius-contra-el-racismo-del-ataque-a-su-familia-al-empeno-de-provocar-un-cambio.html?ssm=FB_CC&fbclid=IwAR3de-D4bddQjnoZzt-X80Dy8-1g0gooRDrqtp2W2352G9nVUCYBIqWv5mU)

 

El seguimiento de la cámara nos da una imagen descontextualizada de lo que pasa, porque estamos viendo un individuo fuera de sí, sin ninguna razón aparente. Viéndolo fuera de contexto, podemos culpabilizar al profesional que no es capaz de mantener el control emocional ante un conjunto de mal educados.

 

Pero esa lectura es errónea: ni los fanáticos son niños malcriados exonerados de responsabilidades, ni el profesional tiene que soportar agravio como si el mismo viniera implícito en su contrato. Enfocarle solo a él es la metáfora visual de una actitud intrínseca a la cultura racista y a la cultura de la opresión en general: focalizar a la víctima.

 

No es de extrañar que durante la semana del incidente se busquen excusas para justificar los insultos: si el jugador es un provocador; si desafía al público con su forma de celebrar; si responde de mala manera a los insultos. Del mismo modo en que se intenta buscar excusas para la agresión de una mujer señalándola como provocadora, se buscan razones para justificar al agresor, operando con un esquema perverso que invierte la relación de víctima-victimario y exonera al culpable del dolor que infringe.

 

“¿Cuántos de estos racistas tenían nombres y fotos expuestos en sitios web?” Es la pregunta que formula Vinicius Jr. Y responde: “cero”. Mientras la victima experimenta la notoriedad del escándalo que lo cosifica, la agresión racista permanece oculta y anónima, disuelta en unos “casos aislados” que no son representativos.

 

Podríamos agregar las siguientes preguntas a las interrogantes de Vinicius: ¿cuántos individuos deben vociferar insultos racistas para considerar el caso como un problema de racismo estructural? Cuántas acciones racistas se necesitan para que una sociedad se vea a sí misma como racista?