Aún recuerdo un video que vi hace poco: un votante estadounidense salía de una cabina de votación en un estado decisivo y confesaba en voz baja, como si temiera que alguien pudiera escuchar: “No sé si voté por lo que realmente pienso o por lo que internet me hizo pensar.” Esa frase encapsula la paradoja de las elecciones presidenciales de 2024 en Estados Unidos, en una era en la que la tecnología se ha convertido en un actor fundamental, aunque invisible, de la democracia. Esta vez, la tecnología no fue un mero canal de información, sino un jugador activo que moldeó percepciones y, en ciertos casos, manipuló decisiones. En un país ya polarizado, la IA y las redes sociales se convirtieron en la sombra que influyó en las urnas.

La participación de figuras como Elon Musk y Bill Gates marcó un cambio notorio en esta campaña electoral. Musk, en su habitual estilo provocador, mostró un respaldo tácito a Donald Trump, usando sus redes sociales para alimentar debates y encender pasiones. Gates, en cambio, con su apoyo a Kamala Harris, promovió un mensaje más moderado, centrado en la salud pública y el cambio climático. La influencia de ambos trascendió a sus seguidores directos; sus palabras, impulsadas por los algoritmos de las redes sociales, llegaron a millones de personas. Según un análisis de Statista, los tweets de Musk sobre temas políticos alcanzaron un promedio de 30 millones de visualizaciones, mientras que los mensajes de Gates en temas de salud y medio ambiente alcanzaron los 25 millones. Y, más allá de los números, lo realmente impactante es cómo esos algoritmos amplificaron ciertos mensajes y los mantuvieron en el ojo público. Un estudio de Pew Research reveló que el 60% de los estadounidenses confía en las redes sociales para informarse sobre política, lo que muestra el alcance y el impacto potencial de personas como Musk y Gates cuando intervienen en estos espacios. La tecnología no solo informa; en muchos casos, guía las emociones y forma opiniones en función de intereses complejos y difíciles de detectar.

A lo largo de esta contienda, la inteligencia artificial emergió como una herramienta de campaña definitiva, personalizando mensajes a cada votante mediante algoritmos avanzados. Lo que antes eran anuncios uniformes ahora son mensajes adaptados minuciosamente a los miedos, deseos e intereses de cada ciudadano.

Un informe de la Universidad de Harvard calculó que más del 80% de los anuncios en plataformas digitales fueron personalizados gracias a la IA, lo cual significa que dos votantes en el mismo estado podrían recibir mensajes completamente distintos sobre un mismo tema. Esta tecnología plantea una inquietante pregunta: ¿hasta qué punto estamos votando por ideas auténticas y no por una versión manipulada de esas ideas?. El Centro de Investigación Pew estimó que el 70% de los votantes que fueron alcanzados por estos mensajes personalizados dijeron que los anuncios afectaron su percepción de los candidatos. En vez de una campaña uniforme, cada votante recibió un reflejo de sí mismo, diseñado para maximizar la persuasión, y esto plantea desafíos éticos que aún no hemos resuelto.

Pese a este despliegue tecnológico, los resultados de las encuestas demostraron ser, una vez más, imperfectos. La mayoría de las encuestas predecían una clara ventaja para Kamala Harris, pero los resultados reales resultaron ser mucho más cerrados. Parte de esta discrepancia se debe al poder de las redes sociales y la IA para movilizar a los votantes de maneras que son difíciles de predecir. Los algoritmos no solo personalizan mensajes; también tienen el poder de influir en el comportamiento de los encuestados, generando sesgos que distorsionan los resultados. Gallup reportó que un 65% de los votantes afirmaron que las redes sociales influyeron en su decisión final, especialmente entre los más jóvenes. Esta realidad nos lleva a cuestionarnos hasta qué punto las encuestas pueden seguir siendo una medida confiable en un entorno donde la percepción pública es moldeada y modificada en tiempo real por algoritmos.

Este cambio nos lleva a reflexionar sobre el futuro de la democracia en una era en la que la IA y la tecnología tienen un papel tan influyente. Las campañas políticas ya no solo suceden en mítines o en debates televisados; ahora, el verdadero campo de batalla se encuentra en nuestros dispositivos. Las elecciones de 2024 en los EE.UU dejaron una lección clara: “la IA tiene el poder de redefinir las democracias modernas”, y la pregunta fundamental es si estamos dispuestos a permitir que ese poder crezca sin control. En una época donde la inteligencia artificial actúa como un "gran hermano" digital que observa y modifica la realidad que percibimos, resulta crucial que, como sociedad, tomemos medidas para regular su influencia en los procesos democráticos.

El futuro de la democracia se juega en una nueva arena digital, y depende de nosotros asegurarnos de que la tecnología sirva a los intereses de la sociedad y no al revés. Esta elección es solo el comienzo de una era en la que la IA, los algoritmos y las redes sociales no serán observadores, sino actores decisivos. La tarea ahora es garantizar que este poder se use de manera ética y responsable, porque el destino de la democracia depende de ello.