Mi experiencia como lector de continuo ha sido inferior a la que quisiera tener. Desde muy temprano he tenido claro que la cantidad de libros por leer multiplicará con creces  la cantidad de libros leídos. Este hecho entristece, y, además, motiva a seguir escrutando versos y prosa a tiempo y fuera de tiempo, aunque sin tiempo. Jorge Luis Borges, en varias ocasiones, declaró sentirse más orgulloso de los libros que había leído, que de los que había escrito. El autor de El Aleph murió mientras preparaba una biblioteca personal de cien libros indispensables en la vida de todo lector. Indudablemente habrá pensado lo mismo: las vicisitudes del tiempo y la fragilidad, brevedad del vivir, son un obstáculo para leer todo lo que quisiéramos. No obstante, la vida de este autor se desarrolló en medio de paredes y anaqueles repletos de libros, convirtiendo así la biblioteca en su paraíso. Con razón decía Juan Carlos Onetti que la lectura es un vicio, una vez que nos hacemos adictos a esta, no hay salida. Imaginen un mundo poseído por el vicio de las letras, un mundo en donde todos andemos ebrios de libros. Ese sería el maravilloso mundo ideal. Es posible, sí, pero si a ustedes les parece irreal solo es coincidencia.

Hablando de  utopías, sueños e imaginación, he terminado de degustar, o tal vez solo lo he paladeado como si fuera un postre, el último libro del poeta Plinio Chahín, titulado Si parece irreal es coincidencia, cuya impresión se hizo en Búho, la diagramación y edición la realizó Eric Simó y la opinión de contraportada la escribió José Mármol en dos párrafos en verdad reveladores. Un texto cargado de luz interior, símbolos de una luminosidad cegadora y un diálogo constante con la tradición antigua y no tan antigua.

Cualquier parecido con la irrealidad es mera coincidencia cuando nos sumergimos en este ejercicio poético de Chahín. El poemario está compuesto por 101 poemas breves sometidos a doble titulación en cada unidad poemática; por un lado está el número (números naturales del 1 al 101) de manera secuencial y por el otro, al final, tenemos un índice en donde aparecen los títulos en forma respectiva y por medio de grafías. Más allá de la arquitectura del espacio, que ofrece un agradable descanso visual entre los versos, hay que resaltar la calidad del papel y la impresionante ilustración de cubierta: Ar the First Clear Word (La primera palabra clara), de Max Ernst (Óleo, 1923). Resulta inevitable, también, detenerse en los dos epígrafes que, como inscripciones misteriosas, abren la puerta del (¿extraño?) mundo al que estamos a punto de entrar. Estos recuerdan el verso grabado en la puerta del infierno de Dante, en la Divina Comedia: Abandone toda esperanza quien aquí entre. Hay un epígrafe de Eugenio Trías y otro de Eliot. En el de este último (T. S. Eliot), parece hallarse el corazón que irriga todo el poemario: “La memoria sirve no para librarse del amor/ sino para ampliar el amor más allá del deseo”.  Y en la siguiente página late una dedicatoria conmovedora: “A Johanne: deseo de pleno amor”.

El poema que abre el libro mezcla varios eslabones culturales, pero su sentido es acuchillado por el tiempo como simbología de todas las imposibles posibilidades y de los múltiples viajes que implican siempre un retorno donde puede hacerse tangible la absorción del (o por) el objeto deseado. La noche como entidad portadora de ruinas jugará un papel protagónico en la obra, ya que es en su esfera donde se generarán los mundos posibles, indoloros, condenados a desaparecer en la madrugada, similar a un dolor amanecido (página 101) y dentro de unos ojos que no son los de la voz poética, sino los de su Beatriz. Chahín, parecido a Dante, ha superado la mitad de su vida y sabe que para desandar la selva nocturna debe buscarse un guía y explorar sus covachas primigenias. Es por eso que recurre a Ulises, el viajero griego. Vale traer a colación el importante rol que juega Virgilio en el descenso de Dante a los círculos del infierno. En ese sentido, Homero, Virgilio y Dante forman el tridente que usa poeta para explorar la geometría de su laberíntica noche.

De todas las aventuras que se relatan sobre el regreso de los griegos tras la caída de Troya, la más sublime y emotiva es la de Ulises. Plinio Chahín inicia su regreso a Ítica en el poema 1 y termina ansioso y entre los restos de la nave de Ulises (destruida por sus hombres de confianza) en el poema 92. Es un viaje de aventuras por las nocturnidades y los mares del recuerdo. Ello hace que la memoria juegue un papel esencial y casi ontológico en estas páginas. El diálogo con distintas culturas siempre homólogas o complementarias unas de otras evoca cierta búsqueda de totalidad simbólica. El primer texto parte desde una noche en infinitivo hacia una segunda persona en la madrugada y una tercera al amanecer, obviando de continuo el tradicional yo lírico que ha integrado la firma inalterable de poemas anteriores. La trilogía es griega, escandinava y latina, pero siempre bajo el manto religioso de una esperanza casi evaporada, en todo caso traslúcida y tangible en tanto entidad de dolor e ilusión. Sirvan como evidencia de esto las palabras elfos, sauces o Ítaca y palio (página 11). La Beatriz caribeña distrae a los elfos con su encanto y huye dejándolos gimiendo en el viento, sofocados bajo un palio, extintos. Madura esta idea cuando a la voz poética no le queda más que recurrir a las mantras para salvar y salvarse, puesto que la muerte y la demencia atacan como fieros animales (página 91).

La simbología estará compuesta por elementos como fuego, azufre, incandescencia, sol, etc. Ya en los poemas finales, el ojo, ventana del alma y puente que nos conecta con lo desconocido, jugará el papel de agujero en ascuas capaz de hacer posible y hasta tangible la presencia de quien ya no está. Esta transformación del ojo será gradual, originándose en una hechizante iniciación y culminando como un todo que contiene dentro de sí el último dolor del nuevo día: La mañana humedece…/ dentro de tus ojos… dolor amanecido. Inevitable recordar a Orfeo rescatando a su amada, la misma que en esta atmósfera versal puede ser sustituida por una hetaira. En medio de tanta incertidumbre y desolación, la ternura cobra vida:

¡Ah las cosas de Johanne!

¿Regresaste de Bizancio?

Espera, voy a cantar el ángelus contigo.

Según Tomás Navarro Tomás, el verso octosílabo es el único que se puede pronunciar en el español con tan solo una bocanada de aire. Esto hace que este metro resulte maravillosamente espontáneo y acerque la lengua a su ternura original. El último poema de Chahín está atravesado por el alma de esta ternura. Después de 100 aventuras fragmentadas en destellos de elegías, sueños, deseos, olvidos, tentaciones y demás… se dirige a su Beatriz como una entidad corpórea y regenerada al fin en el recuerdo. Bizancio es el lugar donde queda tatuado su último viaje (el de la separación), y el ángelus se convertirá en la línea que los vinculará en adelante.

Para mantener y hacer más rico este prototema de la memoria como vehículo de generación de nuevas oportunidades, Chahín, por medio de la intertextualidad, dialoga con los clásicos de ayer y de hoy. Expone su dolor y esperanza como si fueran elementos colectivos de una ciudad irreal, sentida. La noche espídica, invadida por relámpagos y fuego volcánico, será el escenario donde encarnará la obertura del ángelus. Una vez hiladas, las voces formarán una filigrana sólida en donde todo cuerpo es tótem, baobab (página 39). He aquí una especie de con (tran) sustanciación en donde el nuevo plazo origina la idea primigenia del Edén. Esta esperanza de la posibilidad de lo imposible se sostiene sobre un engranaje corporal que ha sido sometido a un proceso de iniciación dogmática. Si revisamos el libro, hallaremos catorce referencias directas al cuerpo, es decir, un 14% del total de poemas del texto. Pero el rito de iniciación tiene su génesis en el poema dos.

Los dedos en cascada para esconder el rostro (página 12). Este inicio refiere la magia del hacedor, las manos como instrumento de creación y el rostro como  la forma que encarnará el alma. La obra irá creciendo a medida en que avancen los poemas. Lo que era solo dedos y rostro, en el poema seis se convertirá en Un cuerpo que delata su gozo a media noche (página 16). Queda reforzada esta tesis cuando en el poema de la página 17 la voz poética implora: Quédate conmigo en este ámbito. Hay una obsesiva esperanza en esa segunda oportunidad que si parece irreal se debe a mera coincidencia. Es esta situación inestable la que lleva al poeta a refugiarse en lugares sólidos, simbólicos, esos lugares que a través del tiempo han guardado la memoria de los pueblos: Duomo en llamas de Florencia, el parque Colón, las Ruinas, etc.

Ya avanzada la segunda creación del cuerpo, busca refuerzo, por medio de la intertextualidad, en voces poéticas de la tradición.  Más allá del concierto de hipérbaton, metáforas y aliteraciones, vale observar el inicio del poema 12 (página 22): La carne es triste, este sintagma es la segunda mitad del primer verso del poema Brisa marina, de Mallarmé (1865), a este le precede el sintagma He leído todos los libros. La flecha conecta de manera directa con el verso bíblico Aflicción de espíritu es el mucho saber. En el poema 18 (página 28) reaparece la imagen del dolor  en un poema que dialoga con Salvatores Quasimodo, el verso dice El dolor de las cosas que ignoro nace en mí. Es un poema hermético cuyo eje es la noche y donde queda claro que una muerte no basta. Por eso, en el poema 20 (página 30) el poeta declara: Lo corpóreo, que no es polvo, se evapora. Esta evaporación cobra vida desde dentro, como se puede constatar en la intertextualidad que aparece en el poema 22 (página 32), cuya confabulación completa termina en el poema 23 (página 34), que está amurallado con versos del Canto XVIII de la Eneida. La prosa poética alude a un viaje hacia la otra ribera, en el mismo somos simples peregrinos, adyuvantes que como guía y mentor nos debemos a Aqueronte. Mitología, religión, cábala, vanguardia… son todas manifestaciones de un mar ardiente donde el fin del tiempo es posible y la nueva creación del estallido original surge más allá de los sueños y el deseo. Es por ello que el poeta astilla las sólidas manías de los cuerpos (página 43). En medio de estas premoniciones y en un precipitar de malezas, zozobras y el frescor del semen avanza el poeta en un flanqueo de pubis donde el único objeto consiste en lamer los bilabiales blancos (página 33). El poema 22 dibuja la posesión de Eros en el bardo y connota cómo su consustanciación con Beatriz lo hacen arder por dentro en un amor que explosiona más allá del amor. Cuerpos que arden sobre un nocturno mar génesis de todo convocan la poética de Arde el mar, de Pere Gimferrer. Es como si el fantasma del ser deseado hubiera elegido el cuerpo del aeda como su lugar de aparición o presencia, no como cárcel. La intertextualidad de aquí se da también con Ludwing Zeller y su obra Los engranajes del encantamiento, de 1985. Vale observar la referenciación a Sefirot o los 10 atributos y las 10 emanaciones de la cábala hebrea: girar entre mis huesos ascua viva… después de cumplir un ritual donde se ofreció la sangre y se escenificó la risa, el poeta entiende que solo la libación de un corazón produce vida. Y este corazón debe mostrarse, aún temblando, de cara contra el culo de la luna (página 33) de modo que la sangre reviente en los ojos (página 100).

El navío de la soledad (página 44) solo será salvado por el ardor de los cuerpos que se convertirán en idea y se empozarán en los ojos de una noche interrumpida que promete inventar otra vida. Dolor, amor, ausencia de un yo en pro de la creación de un tú o un nosotros son las isotopías que pueblan los últimos poemas de este libro. El tiempo se va a animalizar adquiriendo la forma de un inmóvil caracol (página 97) y el objeto deseado se transformará en un arco en el ombligo (página 97). Este camino recto que inició una noche con unos dedos y un rostro termina con un giro cíclico hacia el amanecer, con unos párpados que se abren hacia un nuevo mundo de imposibles posibilidades. Una vez allí son irrigados con sangre, previo al amanecer, y, en medio de un dolor amanecido, se hace tangible el fantasma. La iniciación se ha completado.

Poema en prosa, prosa poética, viaje al interior, escrutinio del mundo, poesía del pensar o hermetismo, da igual. Este libro de Chahín atrapa por lo inasible y palpable que resulta. Sus versos son un portal hacia ese hechizo del que somos víctimas todos los poetas cuando degustamos buena poesía. En el universo poético de Chahín la tradición fluye como cascada estremeciendo nuestro ángel (caído o no) interior y convidándolo a un viaje ancestral y nuevo siempre.

Queda confirmado que los libros por leer serán siempre más que los libros leídos. Un buen texto nos empuja a muchos otros. Espero con ansias poder acercarme hasta esas otras aventuras que me esperan en páginas futuras. Mientras tanto, me he sentado a la mesa, servilleta al cuello y plato dispuesto, he tomado tenedor y cuchillo y estoy listo para la siguiente cata.