En las últimas semanas, el Congreso Nacional y el Poder Ejecutivo se han dado un tiro en el zapato con la promulgación de la ley núm. 1-24 que crea la Dirección Nacional de Inteligencia (DNI). El gobierno se metió en un escándalo preelectoral sin necesidad pues el presidente Luis Abinader podía hacer una observación y no promulgar dicha ley con la rapidez que lo hizo. Mientras que el actual Congreso Nacional demostró nuevamente por qué debe ser renovado por mejores representantes, tomando en cuenta las pifias de esta ley, su peligro para la democracia y el discurso gastado de “la ley posible” como manifestó el presidente de la Cámara de Diputados.

Se trata de una ley que regula una tarea estatal importantísima en estos tiempos y que finalmente cuenta con un marco normativo que permite esclarecer las funciones de la DNI como organismo encargado del sistema de inteligencia nacional y por ende, supervisar, controlar y exigir rendición de cuentas a este organismo de fama sombría. No obstante, todo lo que implique revelación de datos, suministro de documentos e investigaciones encubiertas tiene una naturaleza muy sensitiva pues la ley puede servir más de ariete para la implementación de un sistema de caliesaje, de una sociedad de espías, y menos para los trabajos de inteligencia y contrainteligencia necesarios para la salvaguarda de la seguridad nacional.

El pecado original de esta ley es su falta de precisión en los aspectos nodales de la competencia de la DNI y el alcance de sus atribuciones respecto de entidades públicas y privadas, sobre todo considerando que la ley núm. 1-24 en su artículo 26 sanciona con prisión la ocultación de información requerida por la DNI a los particulares.

En efecto, el artículo 11 de esta ley indica que la DNI puede requerir de las instituciones privadas y de los particulares, todas las informaciones y datos que estime necesarios para el cumplimiento de su función de inteligencia y contrainteligencia. Asimismo, el párrafo II del artículo 11 indica que las entidades privadas deben permitir a la DNI la recolección de informaciones de carácter público que hayan sido asentada en sus bases de datos. Todo esto siempre “tomando en cuenta las formalidades legales para la protección y garantía del derecho a la intimidad y al honor” según nos dice el mismo artículo.

Se ha querido interpretar que con este enunciado se satisface la protección de los derechos a la intimidad, al honor, privacidad de datos personales, inviolabilidad de correspondencia, y quizás fuera así si no tuviéramos una larga historia de caliesaje, teléfonos pinchados y abusos desde los “organismos de inteligencia”. De ahí que en nuestro país, leyes como esta ameritan una claridad inequívoca respecto de lo que puede hacer el DNI y, por supuesto, se expresas respecto de la necesidad de la obtención de una autorización judicial cuando se vaya a requerir información o datos protegidos.

La ambigüedad en una ley tan sensitiva lo que produce es inseguridad jurídica, muy perjudicial para sectores tan importantes como el bancario donde el secreto de los datos e informaciones es su principal activo, sector que durante la discusión de la pieza se pronunció públicamente externando su preocupación. Pero también esta ley puede incentivar una sensación de desconfianza generalizada entre las entidades privadas y los particulares ya que nadie sabría si sus datos estarán seguros frente a una DNI que por disposición de la misma norma tiene todas sus informaciones clasificadas y reservadas.

Este tipo de legislación no se hace ni se aprueba partiendo de la buena fe de los agentes y funcionarios; sino poniendo los contrapesos necesarios para impedir el abuso de poder que estos tendrán.

Sobre el gobierno se cierne una sombra que no le conviene tener previo a las elecciones; pero que pueden solucionar reintroduciendo una iniciativa legislativa que haga las modificaciones de lugar. Si espera que sea el Tribunal Constitucional que dé la solución, dará lugar a pensar que quiere fomentar una sociedad de espías.