¿Realmente decir la verdad sigue siendo una demostración de dignidad, o es un añadido banal y baladí, que algunos le damos a nuestras vidas hoy en día?

El argumento triunfa cuando es el que más se repite, no cuando es el que mejor razonamiento logra. Inclusive, mentirle en la cara a otra persona, de manera pública, al parecer, no está mal visto. Y cuando es muy evidente es defendido, si genera más simpatías. Ahora, el que quiere alcanzar la fama, tiene como obstáculo obligatorio el utilizar artilugios antiéticos, como la mentira, el engaño, la estafa y otros tantos antivalores que provocan el sufrimiento de aquellos que prefieren transitar por el camino correcto, agotando los debidos procesos. Esa es la era de la posverdad: la sociedad de la incultura. Publicar un video en el cual demuestras tu estupidez consigue más likes y visualizaciones que uno en el que demuestres tu conocimiento. No saber es mejor que saber, aparentemente.

La posverdad no es simplemente la mentira, sino un entorno donde la verdad es irrelevante. Un domo donde reina la hipocresía. Los hechos se reinterpretan, se omiten o se deforman para ajustarse a narrativas emocionales, incluso si carecen de base argumentativa.

La realidad ya no existe. Se ha ido muriendo con el tiempo. Todo es falso, laxo, y tergiversable. Lo real no es cool. Transformamos nuestros cuerpos, somos mensajeros de nuestras propias mentiras, al andar, al hablar, al reír, al interactuar con el mundo. No nos conformamos con la realidad, pues, nos incomoda y aterra. Es mejor presentarse al mundo como una fachada falsa ya que, si esta es rechazada, era tu lado falso y no el real. El miedo que nos causa el rechazo, la burla, la inferioridad, nos volvió cínicos y frágiles.

En la era de la posverdad, hay una creciente desconfianza hacia las instituciones tradicionales –como los medios de comunicación, la ciencia y el gobierno–, lo que contribuye a la difusión de narrativas alternativas, y ahora a mayor escala a través de internet y las nuevas tecnologías.

Los algoritmos de estas redes “sociales” se moldean en base a tus gustos y te atrapan como si fueran una cárcel del pensamiento. Entras en un trance del que, conscientemente, sabes que debes escapar, pero no puedes. Los micro videos te atrapan y como resultado, quedas embobado por horas. En el caso de Instagram, con sus Reels, como ya la mayoría de los usuarios es consciente de la trampa, se generalizó y se normalizó el término de “brainrot” (en español, podredumbre cerebral). Videos que te atrapan para ver un contenido lleno de estupideces, imágenes y videos sin conexión ni sentido alguno que, al visualizarlos, emulas una pudrición de tu cerebro y capacidad cognitiva, ya que, lejos de aportarte algo, te degenera la capacidad de atención, al presentarte grandes cantidades de videos absurdos en cuestión de segundos, lo cual imposibilita tu capacidad de prestarle atención a cada uno. La gente que lo ve lo sabe, pero como es gracioso, lo sigue viendo y se ha normalizado como una “forma de humor”.

Instagram también tiene la particularidad de que, en sus comentarios, sin comparación con ninguna otra red social, se cuelan opiniones que, de ser emitidas en persona, serían evidencia suficiente como para caer en la cárcel de forma indefinida. Sin miedo a nada, gracias al anonimato y lejanía que ofrece comentar a través de un teléfono, a los usuarios no les importa ofender ni el sentimiento que sus opiniones puedan causar sobre el otro; tal vez porque nunca lo conocerán, ni lo verán en persona, ni sabrán la identidad real de ellos. En los comentarios, los que más likes obtienen siempre suelen ser los insultos, los agravios, las burlas, las diatribas. El hecho de que esto pueda hacer sufrir al otro, queda sin importancia. Emito mi opinión, espero ganar unos cuantos likes, y me marcho contento.

Igual sucede en política. Digo esto y aquello, obtengo los aplausos y me desligo de lo que mis opiniones puedan causar o generar en el futuro. Se ha desvinculado la responsabilidad de la opinión. El fin justifica los medios, al más estilo maquiavélico. Hacer sufrir al otro no nos hace sufrir. No hay una responsabilidad moral sobre nuestras opiniones. Bajo la excusa de la libertad de opinión, cualquier cosa que digas, queda protegida bajo el “legítimo derecho de la palabra”.

El humor se ha banalizado. Todo da risa, o puede ser causante de carcajadas, bajo el pretexto infinito e inexpugnable de que es “humor”. La dislexia es un meme, la ignorancia es un meme, la brutalidad es un meme. Todo, y mientras más estúpido y sin sentido nos puede llegar a hacer reír. Lo peor del caso es que es cierto. La risa a menudo ocurre cuando hay una incongruencia entre lo que esperamos y lo que realmente sucede. Por ejemplo, cuando durante el desarrollo de un chiste nos preparamos para escuchar algo y al final ocurre totalmente lo opuesto, es causante de risa. Por ende y, partiendo de esta base, cualquier tipo de incongruencia o sorpresa descontextualizada, nos provoca la risa. Este factor de que es una regla que no es regla siempre es lo que dificulta el análisis de lo que debe ser o no permitido en el humor. Algunas otras personas, o las mismas, pero en otras ocasiones, pueden llegar a reírse por liberación emocional o alivio. Esos momentos en los cuales nos reímos para aliviar la incomodidad del momento o del chiste, de manera automática, normalmente cuando el chiste toca un tema tabú o prohibido. Otra teoría del porqué de nuestra risa es la que nos remonta a Platón y/o Aristóteles y Thomas Hobbes. Estos asociaban la risa con la burla. Desarrollaron la idea de que nos reímos porque nos sentimos superiores a los demás en un momento particular, como, por ejemplo, ante la miseria o la tragedia del otro o por la mala suerte de la otra persona. Hobbes, en su magistral libro Leviatán, argumenta en su sección sobre la naturaleza humana que “la risa proviene de la sensación de gloria repentina que sentimos al compararnos superiores a los demás”. En definitiva, lo que nos hace reír no está sujeto a un código moral o una ley universal.

Aunque, con los pies sobre la tierra, en la actualidad, de poco vale encontrarle la razón o la verdad a nuestras risas. Tiene más valor la vinculación que estas opiniones tengan que ver con nuestras doctrinas y creencias personales. Nos ubicamos como ganado frente al cañón de cada persona: un cañón que siempre está listo para disparar sin discreción. No importa la profundidad con la que te dispongas a elaborar un tema, la evidencia que te dediques a encontrar y mucho menos si la misma es verificada o no.

Ya no preocupa que las guerras se acaben. Mucho menos de cómo se van desarrollando. ¿Quién se acuerda de Ucrania? Lo importante es hacerse el afligido, elegir un bando y hacer pública su opinión. Las violaciones, palizas, maltratos, abusos sexuales, asesinatos y atracos ya no son tragedias, sino noticias e “información”. La rebeldía se volvió generalizada, no es una fase sino un modus operandi del vivir. Vivimos en un mundo de constante odio y de mentiras. Decir la verdad en un mundo de mentiras es una locura; igual que transmitir amor en un mundo de odio es una locura. Hay muchos profetas razonando a la nada, y muchos idiotas con voz poderosa.

Como el mundo se ha vuelto tan peligroso, tenemos que odiar: odiar a todos. Estamos siempre anticipados al ataque a través del odio. “Exprime tu alma, mátala”. Ya encontramos una cierta comodidad dentro de esta tensión.

Ojalá podamos salir de este vacío sin fin. Porque no cuesta nada detenerse un momento y mirarse hacia dentro. Analizar que tenemos adentro. Que salgamos de la prisión que construimos dentro de nuestras cabezas. Ojalá llegue aquel día en el que dejemos de hacerle caso a los cautivos del mal. El día en el que recuperemos la dignidad y la palabra.