De los orígenes del cristianismo ha trascendido el presunto duelo milagrero librado en la ciudad de Samaria (en la actual Palestina), entre el apóstol Pedro y un tal Simón el Mago, personaje éste que asombraba “con sus artes mágicas”.

Aunque los datos neotestamentarios acerca del mach son escasos, queda claro que la victoria estuvo del lado de Pedro, dado que éste, con imponer las manos a los creyentes, les transmitía el Espíritu Santo. El singular encuentro se halla referido en el libro de los Hechos 8:9-24.

Asimismo, en el texto apócrifo titulado Hechos de Pedro (siglo II), se mencionan algunos de los milagros con los cuales el apóstol habría vencido al Mago. A saber: resucitó un pescado ahumado; hizo hablar a los perros; recompuso una estatua de Nerón que un demonio había roto; estrelló a Simón mientras volaba y le rompió una pierna en tres partes, etc.. Como puede apreciarse, son milagros que justifican con creces la principalía del apóstol en el cristianismo; milagros todos altamente beneficiosos para la salvación de las almas y el bienestar de la humanidad.

Cuenta la fábula que una vez derrotado, Simón quiso comprar al vencedor su poder espiritual, a lo que el apóstol se negó. “Qué tu dinero perezca contigo, ya que creíste que el don de Dios se podía comprar por dinero”, le habría respondido.

De Simón el Mago y su pretensión de comprar con dinero el poder milagrero de Pedro, deriva el concepto de simonía, el cual define la acción de comprar y vender valores y objetos considerados sagrados; práctica ampliamente difundida en la iglesia cristiana durante la Edad Media y después de ella.

En el siglo 11 (siglo once), el papa Gregorio VII se opuso a cierta forma de simonía; concretamente, a la relativa a la designación y venta de los cargos eclesiásticos por el poder civil. Esta oposición generó el conflicto denominado Querella de las Investiduras, en la que se enfrentaron a muerte al papa Gregorio VII y el emperador Enrique IV, del Sacro Imperio Romano Germánico, e implicó la excomunión del emperador, la Humillación de Canossa, la deposición del papa, la designación del antipapa Clemente III, etc. Pese a todo, la pecaminosa práctica, arraigada profundamente en la iglesia, se mantiene camuflada en algunas de sus formas.

Una prueba de bulto se halla patentizada en el Concordato, 1954, entre la Santa Sede y el Estado trujillista, instrumento que regularía las relaciones entre las partes contratantes, “en conformidad con la Ley de Dios”. Mejor aún: entre el papa hitleriano Pío XII y el dictador Rafael Leónidas Trujillo Molina. Al momento de la firma, Héctor Bienvenido Trujillo, hermano del dictador, era la marioneta presidencial.

A cambio de dos mercancías etéreas (y sagradas), la iglesia católica dominicana se agenció privilegios que la enriquecieron ostensiblemente. Cuales son: el matrimonio canónico, cuya anulación fue negociada con Trujillo, a fin de que pudiera divorciarse de Bienvenida Inocencio Ricardo Martínez (Art. XVI del Concordato), y una oración en favor de la República y de su presidente (Art. XXVI).

Llama la atención que el tirano Trujillo cediera tanto. Ha de haber operado en su ánimo el beneficio de la fama y la influencia, ya que, entre otras satisfacciones disfrutaría la de tener la iglesia de rodillas y a sueldo, rezando por él. Un retrato fiel de su megalomanía.

No se descarta que para 1954 Trujillo ya tuviese la vista puesta en el título de Benefactor de la Iglesia (por el que luego se pelearía con la jerarquía católica), título éste que aspiraba agregar a los de Benefactor de la Patria, Padre de la Patria Nueva, Generalísimo Doctor, etc..

En la negociación simoníaca del Concordato, la mercancía oración, aportada por la iglesia de Cristo, aparece recogida así: “Los domingos y fiestas de precepto, así como los días de Fiesta Nacional en todas las Iglesias Catedrales, Prelaticias y parroquiales de la República Dominicana se rezará o cantará al final de la función litúrgica principal una oración (sic) por la prosperidad de la República y de su Presidente”.

En el Protocolo final del documento se presenta el texto de la oración que debe ser leída o cantada en latín. Comienza así:

  1. Dómine, salvam fac Rempúblicam et Prǽsidem ejus.
  2. Et exáudi nos in die, qua invocavérimus te….

 

(Señor, salva a la República y a su presidente

Y escúchanos el día en que te invoquemos…).

Consecuentemente, en pago por la disolución del “indisoluble” matrimonio canónico y por la oración, el déspota acepta la designación del nuncio apostólico como decano del cuerpo diplomático (Art. I); “reconoce a la iglesia católica el carácter de Sociedad Perfecta” (Art,III); se compromete a construir la iglesia catedral o prelaticia, más edificios, oficinas, habitaciones, etc..

Y cuando en la frontera, una maestra consagrada como doña Teófila Rivas de Riverón ganaba 18 pesos mensuales por trabajar mañana y tarde, el régimen se compromete a entregar una subvención mensual de quinientos pesos a la curia arquidiocesana de Santo Domingo, y trescientos a las demás curias o prelaturas nullius (de nadie) (Art. VII y Protocolo final).

El tirano también asume la designación de un cuerpo de capellanes militares con graduación de oficiales (Art. XVII); reconoce 9 días festivos de la iglesia, más los domingos: Fiestas de la Circuncisión (1 de enero); San José (19 de marzo); Asunción (15 de agosto); Todos los Santos (1 de noviembre); Inmaculada Concepción (8 de diciembre), etc. (Art. XVIII).

El Estado concede a la iglesia el derecho a fundar seminarios, escuelas y más, y recibir “congruas subvenciones” (Art XXI); entregarle la dirección de hospitales, asilos, orfanatos, instituciones educativas; enseñanza de la religión en todas las escuelas públicas (Art. XXII); “reconoce y garantiza la propiedad de la Iglesia” (Art. XXIII); los bienes eclesiásticos no podrán ser gravados con impuestos, etc., etc..

Sin duda, la iglesia dominicana resultó, y sigue resultando, altamente beneficiada con el Concordato. Motivos tiene para mantener un silencio vergonzoso en relación con la vigencia de la antigualla. Peor aún: ni gobierno ni legislador alguno osan denunciar ni proponer enmiendas a esa aberración feudal.