Hubo en mi barrio, hace ya mucho tiempo, un colmado que cerraba sus puertas religiosamente al mediodía. Por aquel entonces yo tenía una idea muy vaga acerca de la cultura española y fue con el pasar de los años  cuando vine a entender que los dueños de aquel establecimiento practicaban un ritual para mí desconocido: la siesta. Cada día y puntualmente entre las doce y la una de la tarde no se despachaba en aquel negocio absolutamente nada.

La vida sencilla y lenta de aquella época no exigía de su constante presencia y a esa hora el barrio entero caía en una especie de letargo. Se producía un hibernar colectivo justo cuando el sol derretía el pavimento de las calles y tan solo los perros se atrevían a andar como zombis por las aceras sin nada que hacer. Se podía percibir la pereza en el ambiente, el sonido de los utensilios de la cocina y ese  aroma embriagador  que emanaba de los calderos de cada casa. La vida se detenía en ese instante provocando una pausa imposible de pensar en estos días.

Había, sin embargo, en aquel período asociado en mi memoria a la siesta de los dueños del colmado, algo que llamaba poderosamente mi atención y era su peculiar manera de relacionarse con el barrio o de hecho, más bien, su falta de interacción con la gente que lo habitábamos. No existía el menor contacto con el vecindario más allá del intercambio comercial generado alrededor de aquel mostrador demasiado alto para mí corta estatura en aquellos años. El negocio tenía una discreta puerta a través de la que  se internaban en su vivienda. El mundo que se desarrollaba adentro, al otro lado de la misma, era por completo ajeno a nosotros sus clientes apenas una cortina se abría y se cerraba de inmediato a nuestra vista. El único momento en el que ellos se mostraban al mundo fuera de ese mostrador era al caer la tarde.

Tenían un hijo de unos quince años y a esa hora salían siempre con él, no sabría decir si a que éste tomara una clase o con el único fin de dar un paseo. El hecho es que lo vestían con pantalón por encima de la rodilla, camisa de manga corta,  zapatos negros muy lustrosos y un sombrero canotier que en nada correspondía con sus años. Era aquel un niño mofletudo, al parecer acostumbrado a comer bastante bien por su aspecto y por el ambiente propicio en el que se desenvolvía. Nunca le ví compartir con ninguno de nosotros, los muchachos de su misma edad. Cruzaba las aceras aferrado a la mano de su papá, indiferentes ambos al mundo que les rodeaba. Lo cierto es que no he vuelto a saber de ellos, pero la realidad es que aún hoy y tan solo el hecho de recordar su manera de ser me produce una ligera nostalgia por aquellos tiempos en los que la vida era más lenta y el amor se vivía con una agradable parsimonia envidiable al día de hoy.