Las tradicionales expresiones de regocijo por la llegada de las cosechas, inicialmente se percibieron como pálidas respuestas inocentes que no cuestionaban ni ponían en peligro a un feudalismo triunfante en una Europa que entraba en la fase delirante del poder, afianzado por la llegada del emperador Constantino y protegido por la complicidad de una Iglesia católica que abandonó el espíritu revolucionario de las catacumbas y se aferró al goce material del poder temporal.

Fue la fase de la exclusión, donde el objetivo principal por parte del poder era la “cristianización” de un mundo pagano, donde la “verdad” era un dogma y su ejercicio era una hegemonía del poder que no se cuestionaba, eliminando las expresiones paganas. Se intentó hacerlo con las festividades de las cosechas, pero no se pudo, a pesar de que esta permisión, en una primera fase, fortalecía paradójicamente al sistema, por eso pasaba inofensivamente porque no representaba peligro subversivo contestario. Michel Bakhtin escribió con sobrada razón, que estos “eran ritos colectivos donde fantaseados, enmascarados, se transformaban en “otros”, en una especie de efecto catártico, regulador del equilibrio social”.

Pero cuando estas manifestaciones se convirtieron en catarsis social y la Iglesia católica no las pudo eliminar, pasó entonces a “cristianizarlas”.  Numerosas autoridades de la misma, llegaron a la convicción de que era “una manifestación importante, popular de la calle, la cual debía de ser autorizada por el clero”.

El papa Urbano IV, en su Bula Transitorius, permitió que los cristianos pudieran participar  enmascarados en las procesiones de Corpus Chisti.  En la elaboración del Calendario Judeo-Gregoriano, donde la iglesia fijó las fechas oficiales de sus celebraciones, el papa Gregorio XIII, permitió que los cristianos pudieran participar de las fiestas de las cosechas durante tres días en lo que se bautizó como las fiestas de carnestolendas, a realizarse tres días antes del Miércoles de Ceniza las cuales finalmente fueron reconocidas como “carnavales” (“Dejar hacer a la carne”).

Máscara del Diablo de Elías Piña.

Los habitantes originales de la isla de Santo Domingo, no conocían este carnaval de carnestolendas durante el periodo precolombino, el cual fue traído por los colonizadores españoles, después de 1492.  La documentación más antigua, es sostenida por el historiador Manuel Mañón de Jesús Arrendo, quien fuera el historiador de la ciudad de Santo Domingo, certifica que las primeras manifestaciones de carnaval en la isla y en el Nuevo Mundo, ocurrieron en la ciudad de Santo Domingo antes del 1520, las cuales lo convirtieron en el “El Primer Carnaval de América”.

Este carnaval es una manifestación urbana, una catarsis social, con participación de las diversas clases sociales coloniales, aunque en su división, cada grupo social, tenía definido sus diversos espacios de clase, con fechas fijas, en bailes de carnaval exclusivos y excluyentes, así como la existencia de un carnaval popular callejero.

Los Negros de la Joya

Este modelo, se redefinió con la eliminación de la dictadura trujillista a nivel nacional hasta que el carnaval se convirtió en una reivindicación popular, quedando eliminado y desfasado el carnaval de las elites, el carnaval de salón, en clubes sociales y casinos pueblerinos, para convertirse en expresión y patrimonio nacional.

Clandestinizado, invisibilizado, paralelamente existe en Dominicana y en Haití, un carnaval popular, no urbano, en un contexto rural, no comercializado, con otras motivaciones, con otras funciones sociales, con máscaras y trajes interrelacionadas con la naturaleza, ecológicos y con relaciones de ancestros étnicos, mágico-religioso, herencia afro, que yo he bautizado como “Carnaval Cimarrón”, no porque los cimarrones tuvieran carnaval, sino porque sus raíces, simbolizaciones y esencias eran subversivos y porque el cimarronaje es un concepto de contenidos críticos, rebelde, cuestionador, con identidad.  Este es un contra carnaval que se realiza al final de la Semana Santa, en diversos lugares del país.

El que quiera “descubrir”, encontrarse con este Carnaval Cimarrón en la Semana Santa, hermosamente impactante, debe de adjudicar de las conceptualizaciones de unas ciencias sociales neocolonizadas, renunciar a prejuicios ideológicos racistas,  y en diversos lugares del país, bañarse de Gagá en La Romana, en San Luis, en Palavé o Boca Chica;  gozarse las Máscaras del Diablo de Elías Piña y encontrarse con un gagá teatralizado simbolizado por Cun Cun, la única mujer “jefa de gagá” del país;  sudar con Las Negros de la Joya o El Peje en Guerra,  dialogar sin hablar con los Cocoricamos y las Tifúas de San Juan de la Maguana, para concluir el sábado, domingo y lunes, después de la Semana Santa, con las Cachúas en Cabral, Barahona.

Este inédito carnaval cimarrón no tiene nada que ver con el carnaval de carnestolendas europeo traído por los españoles, ni con el carnaval comercializado a nivel urbano, sino que es una celebración por la llegada de la primavera, en comunidades pobres, donde no participan las elites sino los sectores populares.  Es un carnaval ecológico, invisibilizado, despreciado, discriminado, no valorizado por parte de la política oficial del Estado.  Es un carnaval subversivo, provocador, único, expresión de resistencia cimarrona, parte e identidad de la dominicanidad, que por discriminación y racismo es excluido y reprimido, aunque sobrevive como símbolo de resistencia, donde se expresan privilegiadamente manifestación populares e identidad, patrimonio de la nación.