En un sistema adversarial el investigado tiene derecho a que el investigador le muestre, descubra o dé acceso a los elementos de prueba que ha obtenido en el curso de la investigación; esto es una perogrullada, un axioma. Algo que difícilmente alguien que razone -máxime si lo hace jurídicamente- pueda objetar, pues por lógica es una condición básica para el ejercicio de una defensa efectiva y la realización de un debate contradictorio justo.

Si desconozco por qué y en base a qué soy investigado o acusado, resulta improbable que de alguna forma racional y eficiente pueda defenderme de la imputación. De ahí que, sin esa regla tan elemental también resultaría absurdo hablar del principio de igualdad de armas en la confrontación procesal, pues, a pesar del desbalance natural de fuerzas y recursos entre el Estado que persigue y su perseguido, a ninguna parte le debe ser permitida una ventaja injusta sobre su contrario, o un privilegio que suponga un abuso frente a este, como la ocultación o distracción de elementos de prueba favorables a la defensa.

Vale agregar, sin el descubrimiento de la carpeta fiscal resulta poco menos que imposible para la defensa determinar si el razonamiento acusatorio y las pretensiones del órgano persecutor se enmarcan en la objetividad, un deber ético y constitucional a su cargo (Arts. 170, CRD; 15, L. 133-11; y, 34, 90 y 260, CPP).

A pesar de la obviedad, la dinámica adversarial no siempre se pensó igual. Con algunos antecedentes jurisprudenciales no tan precisos, el derecho al descubrimiento o a la entrega de las pruebas en el expediente o carpeta fiscal, como comúnmente se le denomina, tiene su primer gran reconocimiento en el derecho anglosajón americano, a partir del caso Brady v. Maryland, decidido por la Corte Suprema de Estados Unidos en 1963, entonces presidida por el Juez Earl Warren; misma corte que cuenta entre sus precedentes históricos Brown v. Board of Education (1954), que puso fin a la segregación racial en escuelas públicas; Loving v. Virginia (1967), que declaró inconstitucional las leyes que criminalizaban el matrimonio interracial y el sexo entre personas de razas distintas; y, Miranda v. Arizona (1966), que reconoció el derecho a guardar silencio de las personas detenidas o bajo custodia policial.

En resumen, a la defensa de John Leo Brady le fue ocultado uno de los cuatro interrogatorios practicados Charles Donald Boblit, único testigo directo a cargo, también co-autor con él de robo con homicidio -pero juzgado por separado-, en el que Boblit asumía la responsabilidad por el homicidio, exculpando a Brady, luego que lo sindicara al hecho principal. Esta evidencia vino a descubrirse luego de la condena de Brady a pena de muerte por asesinato en primer grado, procurándose consecuencias en ocasión de su apelación.

La redacción de la sentencia estuvo a cargo del Juez William O. Douglas, destacado jurista liberal que a su retiro terminó con la más larga carrera judicial en la historia de la Corte Suprema, siendo parte de esta desde 1939 a 1975.

En dicha sentencia puede leerse lo que hoy se identifica como la Regla Brady: “la supresión [ocultación] por la procuraduría de evidencia [prueba] favorable a un acusado que la solicita vulnera el debido proceso cuando la evidencia es material [esencial] para la culpabilidad o para condenar.

Y agregó el Juez Douglas: “la sociedad gana no solo cuando el culpable es condenado, también cuando los juicios penales son justos; nuestro sistema… sufre cuando cualquier acusado es tratado injustamente. Una inscripción en las paredes del Departamento de Justicia expresa la proposición con franqueza… “Estados Unidos gana cuando se hace justicia a sus ciudadanos en sus cortes.

Paradójicamente, ninguna de las partes en el caso argumentó sobre la supresión de evidencia favorable -aunque una cuestión comprobada- sino sobre la pertinente valoración del testimonio, resultando una sorpresa tal pronunciamiento, especialmente porque no fue determinante para la decisión que se adoptó: se confirmó la culpabilidad de Brady, pero quedó en un limbo su condena, obteniendo su libertad bajo palabra diez años después.

Teniendo presente estos detalles, no menos curioso resulta advertir que se trató de una decisión a unanimidad de votos, no obstante haber sido la obra del Juez Douglas, quien en su larga carrera disintió en casi el 40% de los casos en que participó, y en más de la mitad de esos ningún otro magistrado lo secundó.

Durante el resto del siglo XX la regla Brady fue aplicada en innumerables procesos -y lo sigue siendo-; en algunos haciendo expandir o enriquecer el régimen de garantías, y en otros zigzagueando para hacerlo, o fracasando en el intento.

En Giglio v. United States (1972) se extiende el deber de descubrimiento más allá de evidencias, a información que pueda servir para impugnar un testigo, como el dato de que este había arribado a un acuerdo con la procuraduría.

En United States v. Agurs (1976) se indica que también debe descubrirse información relevante aunque la defensa no la solicite de forma específica, pero se hace énfasis no en el reconocimiento de un derecho al descubrimiento , sino a un juicio justo, y se delimita el concepto “materialidad” de la prueba oculta, en el sentido de “esencialidad”, en base a tres estándares que en definitiva restringen las posibilidades de la defensa en sus quejas de violación a la regla Brady.

En United States v. Bagley (1985) se ratifica que el deber constitucional de la procuraduría no está condicionado al requerimiento previo del imputado, indicándose que se viola aún cuando la información es retenida de forma inintencional, debiendo revelarse todo acuerdo con los testigos a cargo previo al juicio. Pero se reconoce que no hay un deber de entrega total del expediente, sino de descubrir evidencia favorable al acusado que de no tenerla le impediría un juicio justo, estableciendo un estándar de “esencialidad” aplicable a cada reclamación, bajo el concepto “probabilidad razonable” de la incidencia de la prueba oculta en el resultado del juicio.

Quizás el más triste de todos los casos corresponde a Arizona v. Youngblood (1988), donde se establece el deber de probar a cargo del acusado que la pérdida o destrucción de evidencia no descubierta es producto de la mala fe de la policía, condición necesaria para determinar que se ha violado el debido proceso.

En Kyles v. Whitley (1995), al tiempo de reconocer que el deber de la procuraduría de proveer evidencia exculpatoria se extiende incluso a información en posesión de otras entidades gubernamentales que actúen a requerimiento de aquella, también estableció que los acusados tienen el fardo de probar que la información retenida resultó esencial y favorable, debiendo demostrar la probabilidad razonable de que de haberse conocido oportunamente, el resultado del juicio hubiese sido distinto.

A pesar de su larga trayectoria -todo un viacrusis penitenciario al ritmo de un péndulo entre la impunidad y el error judicial-, del devenir de la regla Brady en manos de los gringos, los operadores jurídicos dominicanos tenemos muy poco que aprender, salvo por el mensaje en sus estadísticas al respecto.

De la obra de reciente publicación “When innocence is not enough. Hidden evidence and the failed promise of the Brady Rule” (2023), del abogado defensor público Thomas L. Dybdahl, me resulta aterrador este dato: “De 2,400 exoneraciones documentadas entre 1989 y 2019, las violaciones a la regla Brady motivaron la condenación del 44% de 1,056 personas inocentes.” Y en relación a los procuradores responsables de esos abusos, la estadística no es menos desconsoladora: “Once fueron sancionados disciplinariamente por sus respectivos empleadores. A tres les fue revocada la licencia para ejercer la profesión. Dos fueron despedidos. Y solo un procurador -¡uno!- fue a la cárcel por violar la regla Brady ”, lo que lleva a Dybdhal a concluir: “Esta es la razón fundamental de por qué las violaciones continúan.

Lo anterior explica en gran medida que el día 21 de octubre 2020, el entonces presidente Trump firmara una reforma a las Reglas Federales de Procedimiento Criminal -aprobada en consenso bipartidario por ambas cámaras del congreso-, denominada Due Process Protections Act, disponiendo a cargo de las cortes distritales emitir una orden en la primera audiencia penal a celebrarse en cada caso, confirmando la obligación de descubrir las pruebas a cargo del procurador conforme a la regla Brady y sus derivados.

En la República Dominicana el panorama no es menos preocupante. A pesar de que por casi 20 años contamos con un régimen jurídico más garantista y práctico de cara a la promoción de la lealtad procesal, pues por ley la publicidad de la investigación y sus resultados es la regla respecto de las partes procesales (Arts. 290, CPP y 11, L. 133-11), y el deber de la Procuraduría de descubrir al investigado los elementos existentes en su expediente resulta incondicionado, debiendo concederse un acceso ilimitado respecto de toda evidencia o información de cargo o de descargo (Arts. 95.1 y 260), es decir, sin reservas ni chance a la latente discriminación del fiscal actuante; a la fecha nunca ha sido sancionado penalmente, ni suspendido ni destituido, uno de los tantos procuradores que han abusado -y continúan- violando abiertamente el derecho fundamental a la prueba y al trato justo, quizás burlándose, antes que de los procesados, de la debilidad -por no decir incapacidad- institucional que advierten en las autoridades judiciales para enfrentarlos correctamente.

Por igual, nuestra jurisprudencia no registra ninguna sanción procesal con causa en la verificación de esas violaciones -hoy por hoy notorias y comunes en múltiples casos-, como serían -dependiendo del momento en que se revelen- la revocación de una sentencia condenatoria o la nulidad de un proceso, o al menos de una etapa (Cfr. Art. 95, in fine), en atención a la posible irreparable injusticia que podría significar semejante inconducta fiscal en detrimento de la defensa.

Entonces, para no hacerle el juego a los abusadores y corruptos sospechosos habituales de esas violaciones al debido proceso, y de paso seguir cultivando mi indignación, descanso con esta pregunta a mis honorables jueces penales: ¿hasta cuándo?