Cada etapa de la vida plantea retos que de afrontarlos con éxitos nos generará sensaciones de satisfacción con nosotros y con la vida misma. Por supuesto, con la edad y en la medida que avanzamos en el desarrollo personal se van haciendo cada vez más complejos. Que fue un reto gatear y caminar, quien lo duda, como también lo fue adaptarse a la escuela. Qué decir la decisión de ir a la universidad (para quienes tuvieron esa oportunidad) como de empezar a trabajar o de tener una familia propia. No lo he vivido, pero imagino lo difícil de arreglar maletas e irse a vivir a otro país para empezar una nueva aventura, a veces en un contexto radicalmente distinto. En cada momento de nuestras vidas algo se nos coloca de frente y nos exige decisiones que, aunque pretendamos eludirlas de alguna manera, volverán, así fuere con un “ropaje o rostro” distinto.
¿A quién no le gusta permanecer en su área de confort y evitar la incertidumbre de lo nuevo por enfrentar, con lo inesperado por consecuencia? No son muchas las cosas en la vida que podamos controlar o pretender que sean como querríamos. No, aún nuestros pensamientos como nuestras emociones, siendo incluso internas, nos juegan a veces determinadas trastadas. Un acontecimiento inesperado los desata como los caballos del apocalipsis. ¡Pero, por qué a mí! Es la socorrida expresión de quien enfrenta de pronto lo inesperado, sobre todo cuando no es de su agrado o, más complejo, le impacta profundo su vida y su alma.
Ese andar por la vida haciendo camino, enfrentando sus retos, nos va dando una sensación de autorrealización y autotrascendencia que, al darnos la oportunidad de hacer conciencia de ellas, colabora con la sensación de bienestar y felicidad que nos sirve como el combustible o la razón para seguir hacia adelante recorriendo la vereda decidida o la nueva por andar.
Al ímpetu de la juventud, y que bueno que bueno que sea así, la tranquilidad de los años vividos y acumulados ofrece un sabor distinto a la vida, ofreciéndonos la oportunidad de degustarla como se hace con un buen ron o vino que ingerimos sin prisa, dejándolo que nos embriague con su sabor o su intensidad. Lo esencial no será entonces llegar rápido, como si la vida fuera a terminar mañana pues, aunque lo fuera, nos permitimos verla despacio por esa sensación un tanto irónica de saber que en gran medida ya la hemos vivido.
Al colocarnos frente a la transitoriedad de la vida con los años transcurridos, el futuro se nos hace cercano, por lo contrario del pasado que lo sentimos ya muy lejano, permitiéndonos así vivir al ritmo que nuestro corazón late y nuestros pasos andan. De esa manera, nos aferramos al presente como si fuera lo único que existe. Sin embargo, aún habrá sueños por vivir y deseos que cumplir, que de permitírnoslo nos darán la oportunidad de un sentido nuevo de la vida por vivir o por lo menos, un nuevo sabor qué experimentar. Debemos estar dispuestos siempre a decirle “sí” a la vida mientras ella perdure y siga presente.
Estar dispuestos a reconocer la belleza de la vida, de compartirla con quienes de la misma manera se sienten maravillados por ella y motivados por vivirla, nos coloca en una perspectiva distinta de enfrentarla, conocerla y que decir de encontrar nuevas razones porqué y para qué vivirla.
Al darnos la oportunidad de saborear así la vida y de reír de vez en cuando por sus muchos intentos de transformarla por el solo deseo o incluso convicción de hacerlo, quizás podremos entonces descubrir otros caminos ignorados a lo largo de la vida y que podrían ofrecernos un nuevo sentido.
Dejar de correr hace que sea posible “ver” lo nunca visto o apreciado de aquellas cosas del entorno, sobre todo de las personas cercanas, que con la prisa se nos han perdido en la ignorancia, tonalidades quizás no reconocidas que las adornan y que nuestra miopía dejó de ver. La fuerza interna de su espíritu, como la terneza de su mirada; la luz que irradian sus ojos, como la tibieza de su corazón. Es la fuerza de la quietud que nutre la vida y que nos conecta con la totalidad del universo.