Al preguntar recientemente al Presidente del Tribunal Constitucional de España, sobre las posibles reformas constitucionales que se vislumbran en América Latina señaló, con acierto y elegancia, que la habilidad política para hacerlos viables requeriría una combinación de “prudencia y osadía”. Ciertamente, las reformas suelen requerir una combinación de estos dos atributos.

El derecho a la salud, consagrado como derecho ciudadano en muchas de las Constituciones nacionales en el continente, implica en realidad dos derechos. Uno es el derecho a sistemas de salud efectivos ante el perfil de necesidades y problemas de salud e las poblaciones. Dicho perfil ha variado considerablemente en los últimos 20 años, sin que los servicios de salud hayan adecuado su oferta de atención (hasta ahora predominantemente pasiva, de atención a la demanda espontánea). Mientras, la inversión pública en salud se ha mantenido en niveles muy por debajo de las necesidades y del promedio continental, a pesar de que el PIB per cápita nos ha catapultado a la clasificación de país con “nivel de desarrollo medio”; lo cual acrecienta la inconformidad y la impaciencia ciudadana ante la inefectividad de los servicios, las debilidades en calidad y en calidez. La Ley 42-01 es el marco actual que pretende satisfacer, sin mucho éxito, este derecho.

El otro derecho, es la garantía de acceso universal de toda la ciudadanía, según sus necesidades, sin barreras por capacidad de pago, edad, sexo, cultura y otros atributos personales y familiares.  Este derecho suele ser atribuido a los sistemas de seguridad social, ya que la principal barrera suele ser la capacidad de pago. El marco legal que pretende satisfacer este derecho corresponde a la Ley 87-01. Hasta ahora; aun cuando según cifras oficiales, ha afiliado alrededor del 95% de la población, no ha logrado superar las barreras de acceso con equidad y ha reproducido las desigualdades sociales entre afiliados contribuyentes y afiliados considerados “menesterosos” (actualmente la mayoría de los afiliados).

Cualquier reforma legal en cualquiera de estos dos sistemas, necesariamente debe acompañarse de cambios en el otro, so pena de crear incompatibilidades. Los “Frankestein” institucionales, como el conocido personaje de la novela publicada por Mary Shelley en 1818, podrían resultar en comportamientos aberrantes e inesperados.

El marco legal vigente fue promulgado en el año 2001, en pleno apogeo de las reformas de índole “neoliberal” en el continente y en el país, luego de un largo proceso de 10 años de cuestionamientos, propuestas, protestas y esfuerzos institucionales. Las dos leyes nacieron juntas y son coherentes entre sí, en aspectos fundamentales de economía política. Aunque fueron mal amalgamadas, porque  procuraron satisfacer a diferentes sectores de la sociedad los cuales, en su momento, fue necesario conciliar.

Mucho ha cambiado nuestro país en estos 20 años. Nuestra demografía y el perfil de necesidades y problemas de salud. La composición social y la economía (la que más ha crecido en el continente), la concentración de la riqueza. Los servicios de salud, públicos y privados. El nivel educativo y de conciencia ciudadana se han elevado. La Constitución de la República cambió en el 2010 y nos definió como un “estado de democrático de derechos” y asignó al estado responsabilidades mucho más garantistas de dichos derechos ciudadanos.

Parece claro que los marcos legales ameritan ser revisados y actualizados, más allá de pequeñas modificaciones cosméticas y técnicas. Tanto en nuestro país como en el continente, una ola de insatisfacción ciudadana se expresa, en varios casos, en conflictos que llegan a comprometer la gobernabilidad y a cambiar los mapas políticos de los países. No resulta extraño que los programas electorales presentados por los principales partidos políticos representados actualmente en el Congreso, incluyeron compromisos de revisar y actualizar dicho marco legal.

Necesitamos osadía. Disposición y capacidad para atreverse a pensar de forma diferente, desde una perspectiva de necesidades y derechos ciudadanos, y para implementar los cambios necesarios, no obstante, su complejidad y dificultad; y con la urgencia que impone la paciencia limitada de poblaciones apremiadas por sus necesidades insatisfechas. La “ardiente paciencia”, diríamos parodiando a Scármeta. También se requiere la necesaria prudencia, que convierte en posible lo deseable, que abre el abanico al diálogo productivo, más allá de la manipulación, que valora la diversidad de opiniones e intereses involucrados y persigue avances en la dirección esperada, que no limita su horizonte a las próximas elecciones.

La interacción entre el interés público común y los intereses particulares de diversos sectores de la sociedad, en el campo de la salud, se expresa de mil formas y en diferentes espacios de la vida cotidiana y en el ejercicio del poder en la sociedad. Está estrechamente vinculada al modelo de desarrollo, a las dinámicas económicas, y al juego político.  Los cambios en los sistemas de salud y de seguridad social que nuestra sociedad necesita, son necesarios y son posibles; con Osadía y Prudencia.