En el siglo pasado, el psicólogo estadounidense Abraham Maslow publicó una obra llamada “The Psychology of Science: A Reconnaissance (1966)”. En ella nos legó un brillante ejemplo con el que ilustraba el sesgo cognitivo de que, ante un problema, limitamos nuestras opciones de solución a lo conocido. Sus palabras exactas fueron: “si la única herramienta que tienes es un martillo, puedes tratar cualquier cosa como si fuese un clavo”. Ese sesgo cognitivo es el que impera en el pensamiento del legislador dominicano y otros actores del sistema que conduce a que, ante todos los problemas relacionados a la criminalidad, su única herramienta conocida: la prisión preventiva, es el martillo que solucionará todo.
Cuando se instauró en el año 2002 el Código Procesal Penal (CPP), según el artículo 234, la prisión preventiva era algo excepcional y con una única utilidad: garantizar la presencia del imputado en el proceso cuando otras medidas fuesen insuficientes. Sin embargo, en la reforma de 2015 (Ley 10-15) los legisladores ampliaron su función y utilidad. Es decir que lo que antes solo existía para evitar el riesgo de fuga, hoy en día sirve, además, para salvaguardar las pruebas, proteger víctimas, testigos y sus familiares y, por lo que se puede leer, también para usarse como una especie de política criminal preventiva “cuando la libertad del imputado pueda constituir una amenaza para la sociedad”.
Esta tendencia hacia la privación de libertad queda aún más evidenciada, cuando el límite al tiempo en prisión que procedía cuando se agravaran las condiciones carcelarias (CPP, 2002, art. 241.4), fue eliminado en 2015 como causal de cese de esta medida cautelar. El legislador aumentó los motivos por los que se puede imponer la prisión preventiva, al mismo tiempo que redujo las causales por las que podría cesar.
Las críticas siempre recaen sobre los jueces y fiscales que la imponen y la solicitan respectivamente. Pero mal harían estos servidores si no utilizaran las herramientas que el legislador puso a su disposición, en la forma y utilidad en que las leyes así lo determinan. Más que un problema de exceso de uso de la figura de la prisión preventiva, estamos ante un problema legislativo de abuso en la definición de su utilidad. Los legisladores aman la prisión y lo dejan saber reflejándolo en sus leyes.
Pero ¿dónde nace este amor congresual por la prisión preventiva? El legislador simplemente es cónsono con el espíritu del pueblo que representa. Un pueblo que va a las fiscalías, no a denunciar, sino a requerir una orden de arresto; uno que ve al sistema de justicia como un instrumento de venganza, y no como un restaurador de la paz social; uno que disfruta las prisiones preventivas que se ordenan como si se tratase de un circo de gladiadores de la antigua Roma; un pueblo que desea una respuesta inmediata a verdaderos problemas de seguridad ciudadana sin medir el costo; un pueblo de un país que aún no ha entendido la esencia y la función del sistema de justicia, y donde un “¡tránquenlo!” es la solución mágica que alivia la sed de seguridad y justicia.
Por eso hay que generar consciencia a tiempo y ser muy cautelosos con este tipo de tendencias sobre la prisión. Esas perspectivas podrían involucionar la sociedad a una forma dictatorial o inquisidora. Pues al igual que en la analogía del Martillo de Maslow, si la prisión preventiva es la única herramienta que se maneja para todo se podría llegar a pensar que todos los problemas se resuelven cercenando la libertad.