Las reformas fiscales y tributarias son tan viejas como la economía. La primera reforma fiscal de la que se tiene conocimiento ocurrió en la región de Sumer o Sumeria hace aproximadamente cuatro mil años. Dicha región estuvo ubicada en la parte sur de la antigua Mesopotamia, entre los ríos Tigris y Éufrates, donde hoy se encuentran Siria, Irak y Kuwait. Una región agrícola extraordinariamente productiva, incluso más que el Egipto de la época.
Los sumerios son considerados la primera civilización urbana de la humanidad y se les atribuyen muchas de las innovaciones, inventos y conceptos que hoy tenemos. Fueron quienes dividieron el día y la noche en períodos de doce horas, las horas en sesenta minutos, y los minutos en sesenta segundos. Instituyeron la jornada laboral, limitando las horas de trabajo, y establecieron el concepto de “días libres para vacaciones”. Crearon las primeras escuelas, la burocracia gubernamental, la arquitectura monumental y las técnicas de regadío. Desarrollaron el sistema de deuda más antiguo conocido hasta hoy y la escritura cuneiforme con el objeto de registrar el flujo comercial, los contratos, la contabilidad y los impuestos.
La región de Sumeria tuvo avances en muchos aspectos, pero políticamente no estaba cohesionada. Por el contrario, se dividía en una docena de ciudades-estados independientes, cada una con su propio rey, cuyas rivalidades fueron fuentes de grandes conflictos. Fue en esta región donde ocurrió la primera, y una de la más larga, guerra de la que tenemos testimonios escritos: la guerra entre las ciudades Lagash y Umma.
Antes de la guerra, la mayoría de los habitantes de Lagash se dedicaban a la agricultura, la ganadería, la pesca y el comercio. La vida económica de la ciudad se hallaba regida por un sistema mixto: socialista y capitalista. Socialista, porque las tierras productivas pertenecían al dios de la ciudad y eran administradas por el Templo en interés de todos los ciudadanos y se le garantizaba tierra a la población más pobre (aunque había gran parte de tierras que eran de propiedad particular) y el sistema de irrigación, esencial para la vida de la población en aquel país desértico, estaba destinado al bien común. Capitalista, porque la economía se hallaba relativamente libre de restricciones. La riqueza y la pobreza, así como el éxito y el fracaso comercial, dependían en gran parte del esfuerzo individual. Los artesanos vendían sus productos en el mercado libre del pueblo o de la ciudad y los mercaderes ambulantes, por vía terrestre y marítima, mantenían un comercio floreciente con las ciudades-estados vecinas. En general, los ciudadanos de Lagash tenían bien arraigado el sentimiento de sus derechos y desconfiaban de toda acción gubernamental que tendiese a atentar contra la libertad de sus negocios y de su persona.
Sin embargo, la guerra provocó cambios en la estructura institucional que desembocaron en pérdidas de derechos individuales y libertad del comercio. Los reyes que se sucedieron, durante los cien años que duró la guerra, fueron creando nuevos puestos de trabajo en el Palacio que usurparon muchas de las funciones del Templo. Asimismo, la necesidad de financiar el conflicto bélico trajo consigo el establecimiento de una amplia gama de impuestos, tanto para las transacciones y actividades económicas como para los ritos y actividades religiosas. Los impuestos aumentaban cada cierto tiempo, todas las actividades estaban gravadas, hasta la misma muerte estaba sujeta a tasas de impuestos. Cuando se llevaba un difunto al cementerio siempre se encontraba allí un grupo de funcionarios que requerían a los deudos los pagos en cebada, pan, cerveza y muebles de toda clase. Además, los sacerdotes cobraban tasas excesivas por los entierros (siete medidas de vino, cuatrocientos panes, cien medidas de trigo, un vestido, un cabrito, una cama y una silla).
Por visitar adivinos profesionales que leyeran el porvenir, una práctica común en los que querían comenzar un negocio, se tenía que pagar la tarifa establecida por la consulta y hasta diez veces más dicha tarifa por concepto de impuestos o derechos reales. Los matrimonios y divorcios estaban excesivamente gravados.
Con el objetivo de evitar fraudes tributarios, los funcionarios llevaban el cálculo de las cosechas, y las controlaban por medio de emisarios especiales, escribas y vecinos que estaban a sus servicios. Había colectores de impuestos por todos lados. La evasión fiscal era casi inexistente y las recaudaciones eran tan altas como para hacer morir de envidia a cualquier director de impuestos internos o ministro de Hacienda de los tiempos modernos.
Pero al llegar los tiempos de paz no hubo un cambio ni institucional ni fiscal. Los impuestos permanecieron altos y los funcionarios palaciegos se mostraron muy poco dispuestos a abandonar los puestos y prerrogativas que les proporcionaban tan grandes provechos. La carga tributaria tan exagerada a la que los gobernantes sometieron a los habitantes de la ciudad de Lagash provocó una situación social explosiva, con una población endeudada y empobrecida. Los prestamistas privados generalizaron un interés del 33 % para el cereal y del 20 % para la plata, lo que puso a los deudores en una relación de dependencia con respecto a los acreedores, convirtiéndose en un grupo de individuos que se movía entre la supervivencia y la ruina producida por las deudas. Muchos individuos estaban en condición de deudores indefinidamente. Junto a esto, hubo un deterioro progresivo de la seguridad ciudadana. Es en medio de esa crisis social que Urukagina, el último rey de la primera dinastía de Lagash, subió al trono.
El nuevo rey implementó la primera reforma fiscal de la humanidad, hacia el año 2378 a.C., con el objetivo de mejorar el bienestar de la población. Dicha reforma tuvo como principio dos dimensiones: el ingreso y el gasto.
Por el lado de los ingresos se redujeron y/o se eliminaron impuestos con el objeto de aliviar la pesada carga tributaria que recaía sobre todas las actividades de la vida cotidiana. Entre las medidas llevadas a cabo estuvieron: la eliminación de los impuestos sobre el oráculo o adivinos, una reducción del 50 % en las tarifas de los funerales, se abolió el pago de impuestos por los divorcios, que costaban hasta seis monedas de plata, y se redujeron las contribuciones por matrimonio.
Por el lado del gasto, se eliminaron la mayoría de los recaudadores de impuestos, se cortó la burocracia y se redujo el número de instituciones. Este reajuste del aparato administrativo liberó recursos que fueron destinados a la protección de las mujeres embarazadas, las viudas, los huérfanos, la administración de la justicia y a una mayor seguridad ciudadana que se manifestó en una disminución del desorden y de los delitos.
Adicionalmente, hubo un programa de reparaciones públicas de canales de regadíos que liberó a la gente de Lagash de la sequía, con su consecuencia positiva para la producción agrícola. En el ámbito de la estabilidad social y la equidad, el edicto de Urukagina incluyó una condonación de deudas para todos los ciudadanos privados de libertad por esa causa y se decretó una serie de medidas administrativas para poner coto a los abusos de poder cometidos por la familia real y por sus funcionarios sobre la población o los sacerdotes.
Para ganar legitimidad y que su edicto tuviera una amplia aceptación social, Urukagina afirmó haber llegado a un pacto con el dios local. Al imputarle un origen divino a su legislación la gente acató la ley y las actividades productivas y comerciales volvieron a mostrar buenos resultados sin que las arcas fiscales se mostraran deficitarias. Esta reforma fiscal estuvo vigente hasta que una nueva guerra terminó con el reinado de Urukagina.
A pesar de que han pasado cuatro mil años, la reforma fiscal de Urukagina nos ha dejado dos enseñanzas relevantes: primero, para ganar credibilidad y aceptación de la sociedad las reformas fiscales deben ser resultados de un pacto con los actores relevantes. Segundo, dicha reforma sentó las bases para lo que hoy día se considera el principal objetivo de cualquier reforma fiscal o tributaria: mejorar el bienestar de la gente.