“No que me hayas mentido, que ya no pueda creerte, eso me aterra”. Friedrich Nietzsche.
Nadie niega que la injerencia política en los asuntos del Poder Judicial es tan vieja como los mismos defectuosos sistemas democráticos que disfrutamos y sufrimos. En las dictaduras, tal intervención llega a ser subordinación incondicional; en las democracias de estas regiones, con una muy descompuesta funcionalidad institucional, la relación intervencionista del Poder Ejecutivo aparece oculta, se ejecuta entre bastidores, en conversaciones a puertas cerradas y, en estos tiempos, sin teléfonos móviles.
Son pocos los mandatarios que se han opuesto abiertamente a la independencia judicial, pero en realidad la mayoría actúa con frecuencia a favor de su embozada dependencia. ¿Qué pasa cuando realmente el Ministerio Público, encargado de perseguir el delito y las conductas abusivas e indecorosas de ciertos funcionarios, actúa con independencia y construye pacientemente y sin interferencias dolosas expedientes acusatorios de miles de páginas? ¿Qué pasa cuando algunos de los más activos participantes y beneficiarios de la corrupción administrativa traicionan a sus allegados o socios y refrendan los hechos expuestos en los sometimientos?
En los casos conocidos de presentación por la Pepca de serios cargos contra miembros del Comité Político del PLD y sus socios externos -que no son de esa cúpula-, las pruebas exhibidas, para nosotros los neófitos en derecho, parecen irrefutables y terminantes, al mismo tiempo que revelan la audacia, inteligencia y habilidades de libertinos y beneficiarios directos, ya sean personas o planes partidarios.
Las traiciones a los otrora encumbrados protagonistas de Calamar no se hicieron esperar. Gracias a ellas los fiscales conocen desde los más insignificantes hasta los más intrincados detalles del asalto (o desfalco) multidimensional al Estado durante la presidencia del señor Medina.
Ante el asombroso cúmulo de evidencias escandalosas, detalladas de manera clara y convincente en los documentos acusatorios expuestos, hablar de persecución política, es decir, de la intervención del Poder Ejecutivo en la instrumentación de los expedientes y selección de objetivos, es una actitud malvada y deprimente, propia de quienes carecen de argumentos sólidos para una defensa digna.
Quiérase o no admitir, es la primera vez que, de manera increíblemente enfocada y tesonera (cientos de horas de trabajo), se combate a la corrupción administrativa en la cima de la montaña, que no en las laderas. Es la primera vez que vemos a nuestros fariseos esposados, azorados, abrumados y sin defensas categóricas.
Ellos, los que aparentaban rigor y con frecuencia hasta austeridad, a semejanza de los fariseos del mundo bíblico, solo tienen un punto de apoyo, por lo demás odiosamente recurrente: persecución política. Piensan que, como muchos otros en el continente, esta sentencia los eximiría de sus grandes culpas.
Es verdad que el desvelo de las desvergüenzas de una parte de la cúpula peledeísta ocurre en la coyuntura de los acostumbrados aprestos electorales. No obstante, los delincuentes suelen mirar el momento y no la contundencia de las pruebas y develamientos de las bochornosas situaciones presentadas; no rebaten certezas, gustan sembrar dudas; no se atrincheran con la fuerza de los hechos, sino con la flaqueza característica de los subterfugios.
No hay ninguna prueba de que el presidente de la República haya intervenido en el destape de las intrincadas operaciones de expoliación del Estado organizadas por la cúpula del PLD. De hecho, son las más trascendentes por las sumas ajenas implicadas y la importancia política de los personajes. Si tuviéramos pruebas de la injerencia del primer ejecutivo de la nación en estos procesos seríamos los primeros en exponerlas. Simplemente no existen y, por lo tanto, no pueden ayudar en nada.
El presidente Abinader nunca ha dicho una palabra sobre esos casos, aunque sí debió citar en su reciente discurso de rendición de cuentas al profesor Bosch haciendo alusión a su partido: “Los dominicanos saben muy bien que si tomamos el poder no habrá un peledeísta -perremeísta- que se haga rico con los fondos públicos”. Esto debe asegurarse a toda costa o el daño a la credibilidad ciudadana y a la institucionalidad sería colosal.
La operación Calamar, a diferencia de las anteriores, comienza a concretar la comprensión de parte del ser social de cuáles son las nefastas consecuencias de la conversión del crimen político en crimen social. En realidad, la operación Calamar puede calificarse, como bien señala el conocido sociólogo dominicano Juan Miguel Pérez, como “terrorismo de Estado”.
El silencio del presidente es neutralidad efectiva que parte de la convicción de que el Poder Judicial debe actuar con independencia, sin la carga inútil de las retaliaciones, las intenciones electorales soterradas y otros despropósitos.
Aquello de “persecución política” es una vaguedad que vanamente pretende convertirse en monstruo destructor de miles de páginas de una narrativa judicial coherente, ejemplar y aleccionadora. ¡Felicidades a nuestros fiscales y a todo el equipo que respalda sus encomiables e inéditos esfuerzos!