¿Hasta qué punto el modelo de la sucesión en el poder se ha convertido en el ideal democrático de la sociedad dominicana? No es posible responder esta pregunta desde la experiencia empírica: la suposición de evidencia no se confunde nunca con la evidencia, de la misma manera en que la creencia no se confunde con el saber.

Ejemplos de suposición de evidencia son aquellos juicios basados en la consideración de la larga lista de dificultades que tuvo que enfrentar el país para dotarse de un modelo democrático durante los primeros 113 años transcurridos desde el final de la Anexión a España (1865) hasta el final del último de los 12 años de gobierno de Joaquín Balaguer y que luego concluyen epilogando en torno al necesario “proceso de maduración” que la sociedad dominicana tuvo que atravesar, sin atreverse siquiera, no a responder, sino a formularse la pregunta siguiente: ¿Por qué en la R.D. la reelección constituye un riesgo siempre vigente de abandonar la democracia para caer en un remedo del modelo monárquico?

Aparte de esto, vale la pena resaltar que la serie completa de juicios acerca de los acontecimientos pasados tampoco se confunden con la historia mientras no se especifique la lógica o el método de articulación que se empleará para relacionar tanto esos juicios entre sí como los hechos y acontecimientos a los cuales esos juicios se refieren con las pruebas documentales o testimoniales que los avalan.

E incluso después de haber agotado todos los procedimientos científicos de verificación de fuentes y de análisis cuantitativo-cualitativo de los datos disponibles acerca de un determinado hecho o acontecimiento, es fuerza constatar que el tipo de problemas al que me he referido escapa tanto al dominio metodológico de la historia como a la serie de componentes del cerco epistemológico de la sociología.

Esto es así porque aquello que concierne a los valores imaginarios (éticos, psicológicos, económicos, políticos, poéticos y estéticos) de una sociedad escapa a todas las listas, repertorios, archivos y bases de datos positivos, puesto que no es posible avalar esos valores a partir de cálculos estadísticos, ni de citas textuales de cartas u otro tipo de documentos.

El punto de partida de los estudios del imaginario son los “significantes simbólicos”, de los cuales puede decirse que son tanto formas sensibles como formas pensables pero no simples “formas”, ni simples “sentidos” o “sentimientos”, ni simples “ideas”. Tampoco son simples “signos”, puesto que el camino que lleva a su intelección no pasa por la distinción entre los diversos “significantes” disponibles en un repertorio más o menos discreto y una serie de“significados” históricamente detectables.

Esto no solamente quiere decir que nunca podría haber un “diccionario de valores imaginarios”, sino que, puesto que la apertura misma de lo imaginario es lo que impide su racionalización, sería imposible reducir los imaginarios sociales a sus formas puramente lingüístico-discursivas. El Ser de los valores imaginarios es, pues, el de una productividad, y no el de un simple “producto”. De hecho, es solamente de este modo como “Ver” un valor imaginario puede convertirse en un “Hacer” ese valor, en un “Pensar ese valor” y en un “Tener ese valor”.

Se habla de productividad, sí, pero como aquella que caracteriza a las necesidades humanas: no hay nada más productivo que una carencia, una falta o un deseo: su ser es un Hacerse. Así son, al menos, todas las figuras relacionadas con la identidad, y muy particularmente, en el caso que me interesa destacar aquí, aquellas que asumen como punto de partida una valorización particular del Ser político.

La pregunta previa debe ser, entonces: ¿cuál es la necesidad que da el ser a estas figuras identitarias? Una manera posible de responder esta pregunta es: la necesidad de aglutinar un cuerpo o un determinado campo social cerrando filas en torno a un emblema que no solamente debe ser fácilmente reconocible, sino que, sobre todo, proporcione un atajo, una vía de acceso directo al imaginario de la comunidad a la que va dirigido.

Las figuras a las que me refiero pueden concebirse en los términos de aquello a lo que François Flahault llamaba “producciones ideológicas”, es decir: “[…] todo discurso que (sin apoyarse, o no de manera exclusiva, sobre sistemas de representación producidos al término de procedimientos experimentales), primeramente presenta una definición (explícita o implícita; en imágenes, símbolos, ideas o conceptos) de la condición humana; y luego organiza las representaciones (y por tanto, el comportamiento) de un grupo dado” (Flahault, F. La extrema existencia, 1972, p. 16).

Concebidas como producciones ideológicas, las figuras presentan la particularidad de constituirse en “capas genealógicas” sucesivas como las de la cebolla, lo cual explica su mutabilidad mil veces constatada: el gallo, coludo o sin cola, de finales del siglo XIX, se transmuta en el gallo colorao de Balaguer; menos evidente, pero latente, al menos en los inicios de esa organización, la estrella roja de la revolución China se mutó en la estrella amarilla del PLD. Así, la vida de las figuras es su capacidad de mantenerse en perpetua productividad a través de sucesivas mutaciones: en el imaginario, como en la vida, ser es significar.

Más interesante debido a sus repercusiones socioculturales, el “buey”, animal de trabajo identificado como emblema del poder en el ecosistema de las comunidades cañeras del país, fue primero uno de los emblemas del PRD antes de convertirse en el emblema del Partido Revolucionario Social Demócrata que fundó Hatuey De Camps Jiménez.

Por eso casi no sorprende el gesto fundador del Partido Revolucionario Moderno que consistió en pretender borrar, de manera deliberada, todo vínculo con una tradición figurativa que lo asociaba a la vida en los bateyes, y por tanto, con las comunidades de braceros haitianos que las integraban mayoritariamente en las décadas de 1970-1980, a través del cambio de logos y emblemas, tanto los del partido como del mismo stationery del gobierno. Desde esta perspectiva, parece claro que el “cambio” promocionado por el gobierno del PRM fue ante todo un cambio de cultura: abandonar el viejo “adentrismo” para saltar, sin malla protectora, hacia el “afuerismo”.

En efecto, lo menos que puede decirse acerca del dedo pulgar hacia arriba que figura en el nuevo logo del PRM es que el mismo ya no se incrusta en ningún imaginario exclusivamente local. Al romper la barrera historicista-sociologicista de los antiguos emblemas políticos tradicionalmente asociados a la matriz ideológica original del PRM, apunta hacia otros imaginarios, en los cuales tal vez conecte con otros canales que huelga examinar aquí pero que el lector atento podría inferir.

Dicho sea de paso, el hecho de que este fenómeno haya pasado prácticamente desapercibido a los ojos de una sociedad poco atenta a los valores imaginarios tampoco sorprende, pues hace ya casi veinte años que a nuestra sociedad se le desmontó ese aparato ideológico que la facultaba para reconocer e interpretar los valores socioculturales que eran las clases de Literatura. Y como donde Dios no puso no puede haber, imagínese usted el resto.

Ahora bien, ¿qué relación guardan esas figuras con la pareja Caudillo-Mesías? Si la espera del mesías es hija de la necesidad no es solamente por la ausencia de aquel que se espera, sino porque la misma comunidad de la que emana esa solución imaginaria que aporta el mesías así lo determina. Aparte de eso, incluso en aquellas aparentemente más débiles o más indefinidas, la irradiación identitaria de las figuras es siempre de tipo redentor (in hoc signo vincis): todas las figuras identitarias postulan en tiempo futuro tanto su sentido como su direccionalidad.

Y una vez identificada, la figura puede ser manipulada. De hecho, el mismo Bronislaw Baczko postula que: “[…] la historia del saber-hacer en el dominio de los imaginarios sociales se confunde en gran parte con la historia de la propaganda, de la evolución de sus técnicas y sus instituciones, de la formación de su personal, etc.” (Baczko, B.  Los imaginarios sociales, 1984, p. 21). Esto así porque, si en el imaginario como en la vida, ser es significar, la actividad figurativa sólo puede consistir en un hacer sentido.

En esta manipulación siempre está involucrado un determinado juego de poder, no solamente porque cada figura identitaria compite con muchas otras en el mismo campo, sino porque está en la misma naturaleza de cada figura el proyecto de superar y prevalecer sobre todas las demás, ya que la existencia de las figuras no tiene lugar en “otra dimensión”, sino en la misma esfera del discurso el cual, como decía Foucault, sólo puede ser concebido: “[…] como una violencia que se ejerce sobre las cosas, en todo caso como una práctica que les imponemos; es en esta práctica donde los acontecimientos del discurso encuentran el principio de su regularidad” (Foucault, M. El orden del discurso, 2002, p, 53).

Estudiar la vida política de una sociedad a partir del estudio de la confrontación entre las distintas figuras que concurren en la escena imaginaria donde cada día se gana y se pierde la lucha por el poder permite observar desde otro ángulo los complicados procesos de enmascaramiento, degradación, fusión, derivación, extrapolación, mimetismo y falsificación de lo real-político. Sólo esta observación nos permitirá comprender que, detrás de cada caudillo militar o político, nunca ha habido otra cosa que un “mesías” profanado por la violencia del poder.

En efecto, si, como dice Mircea Eliade: “El hombre entra en conocimiento de lo sagrado porque se manifiesta, porque se muestra como algo diferente por completo de lo profano” (Eliade, M. Lo sagrado y lo profano, 1998, p. 14), es la misma manifestación del “mesías” la que lo convierte indefectiblemente en “caudillo”, lo cual nos trae de regreso a la oposición que establecía en la segunda entrega entre las frases figurativas El poder es para usarlo y El poder es para conservarlo.

Ambas frases figurativas se apoyan en un imaginario del poder político centrado en una valoración particular del caudillo resultado de la atrofia singular que este le confiere a la figura del “presidente”. Así, entre nosotros, el poder se “usa” no para resolver los problemas de la comunidad como se presupone en la teoría democrática, sino para “conservarse” a sí mismo, es decir, para conservar el poder, con la consecuente perpetuación de aquellos encargados ejercer la capacidad de “usarlo”.

En toda lógica, pues, lo que cabe suponer es que esta configuración de nuestro imaginario político como sociedad viene dada por la presencia de una necesidad o una carencia simbólica que determina un accionar político orientado hacia la perpetuación de las mismas estructuras de poder, lo cual nos lleva a concluir que aquello que nuestra sociedad desea es que el poder se “use” para “conservar el poder”, o dicho de otra manera, una variante o una adaptación “aplatanada” del viejo modelo monárquico. Esta sería la única lección de política que se nos ha inculcado a lo largo de más de cinco siglos de vida política.