El discurso mesiánico se presenta a menudo como un discurso que toma a la historia comunitaria como la garantía o la coartada del deseo que lo funda, es decir, de su propio deseo de tener sentido. Es por esto que todo proyecto mesiánico parte de la designación de una “versión” de la historia a la cual se opone casi siempre por medio de una enunciación en futuro simple. Así, el sentido de la historia mesiánica no es nunca un “eso fue así” ni un “eso sucedió así”, sino un “eso será así” o un “eso sucederá así”.
Esto así ya que, con el fin de probar que el suyo es el sentido que confirma la llegada de aquello que se espera, el “nuevo mesías” no vacila en activar estrategias orientadas a “editar” o a cambiarla memoria histórica, con el único propósito de borrar de la memoria colectiva todo aquello que pueda entorpecer su cabal identificación como “mesías”.
Y es precisamente por esto por lo que el mesianismo suele encontrar su expresión política en el caudillismo: en realidad, entre estas dos construcciones de lo real-político no existen contradicciones esenciales, puesto que el caudillo es lo que se obtiene cada vez que la espera del mesías se hace “demasiado larga” a los ojos de la comunidad, o cada vez que las carencias y necesidades que lo determinan se hacen demasiado apremiantes.
Y puesto que la espera mesiánica se manifiesta como una vasta operación del imaginario colectivo por medio de la cual el deseo busca o espera ser llenado o satisfecho en una cronología utópica, dicha espera suele implicar el rechazo del presente como temporalidad política (“mi reino no es de este mundo”).
Es por esto que el mesías es siempre alguien que será: puesto que en realidad el mesías no es otra cosa que una criatura del deseo comunitario, su instancia no pertenecerá propiamente a la historia hasta que encuentre una vía de acceso al plano de la acción política. Y esa vía de acceso es precisamente la que determina la conversión del mesías en caudillo, ya que este último sí está dotado de existencia histórica. Consideremos ahora algunos ejemplos de esta reconversión del mesías en caudillo.
Sin duda, el sostén que los intelectuales y el clero le otorgó a Trujillo podría explicarse tanto por la prodigalidad con que el tirano trataba a sus fámulos como por las severas medidas represivas que se escalonaban en una gradación que iba desde la desafección y el escarnio público hasta la muerte.
Sin embargo, sería posible suponer, sin desmedro de lo anterior, el peso que tenía en la configuración del imaginario dominicano a principios de la década de 1930, el modelo de gobierno de tipo militar, cuyos orígenes remontan a la misma época colonial, perpetuados luego bajo los 22 años de gobierno haitiano del Gral. J.-P. Boyer, y continuado luego durante los gobiernos de los generales Pedro Santana, Báez, Luperón y muchos de los demás militares que ocuparon la presidencia del país por corto tiempo a medida que se sucedían los pronunciamientos y las revueltas de la montonera luego de la Restauración hasta llegar a Ulises Heureaux.
Sin embargo, entre todos los gobernantes del período comprendido entre 1865 y 1930, el que mejor ejemplifica el proceso de conversión del mesías en caudillo es el arzobispo Fernando A. Meriño, recordado por haberse otorgado a sí mismo poderes especiales mediante el famoso “Decreto de San Fernando” del 30 de mayo de 1881 que le permitió aplicar la fuerza pública para proteger a su gobierno contra aquellos que alteraban “el orden público”, es decir, todos aquellos que se oponían a su régimen. Y de hecho, durante el período mencionado, el de Meriño fue el único gobierno que logró llegar al término establecido por la Constitución (que en aquella época era de sólo 2 años) sin haber sido depuesto por alguna revuelta o golpe de Estado.
Apenas en 1924 habían finalizado los ocho años de la Primera Intervención militar de los EE.UU., en el curso de los cuales la población dominicana estuvo sometida a un régimen de oprobios y represión que reforzó y reactivó el sentimiento nacionalista de los dominicanos. Desde este punto de vista, Trujillo aparece, no como la “singularidad” que muchos han querido ver, sino como un epifenómeno de aquellas “causas” que Juan Bosch enumeró en su famoso ensayo de interpretación psicogenética titulado Trujillo, causas de una dictadura sin ejemplo.
Y es precisamente otro comentario de Bosch. Pero de otro de sus libros, titulado Composición social dominicana, el que me proporciona el punto de partida de esta reflexión:
“Boyer no era un tirano ni cosa parecida —escribe Bosch—, aunque tampoco era un gobernante ejemplar ni un político notable. En 1838 tenía veinte años en el poder, pero eso no significaba que los haitianos o los dominicanos se sintieran cansados de su presencia en el gobierno del país. En la tradición de los dos pueblos la larga permanencia de un gobernante en el poder no tenía la significación que podría tener hoy, pues el poder, durante casi tres siglos y medio en el caso de los dominicanos y durante siglo y medio en el caso de los haitianos, estaba personificado en el rey, y los reyes duraban a menudo muchos años. La tradición no favorecía entonces a los gobiernos cortos, que se renovaban cada tantos años; al contrario, la tradición era la de los gobiernos largos y sin límite de tiempo establecido“ (BOSCH, Juan: Composición social dominicana, 1991, p. 242).
Y en efecto, hasta que no se haya comprendido el papel que desempeñan las distintas figuras de la monarquía en el imaginario político dominicano, en la que los “cortesanos”, los “siervos”, los “nobles” (auténticos o “de farmacia”) y los “cultos” (estereotipados a partir del sentido que el neocolonialismo le asigna a este término) abundan a ojos vista aunque pocos quieran darse por enterados, no se podrá comprender por qué la sociedad dominicana no ha estado nunca en condiciones de esperar otro tipo de gobierno que no sea un remedo o una adaptación del modelo monárquico.
A través de su demostrada incapacidad para encontrarle un mejor uso al tiempo político que los de conspirar para debilitar las posiciones de sus rivales o los de competir a ver quién le promete (o miente) mejor a la población, nuestros políticos se revelan como ignorantes irrecuperables de la esencia misma del sistema republicano.
Como saben que en el mundo contemporáneo existen repúblicas monárquicas, monarquías republicanas, falsas monarquías y falsas repúblicas, poco les importa que nuestro país sea de los pocos del mundo que se designan a sí mismos como “república”; prefieren dar curso a sus perpetuas luchas por enquistarse en posiciones de poder o designar “delfines” y “sucesores” antes de dar paso a la aparición por vía democrática de nuevas figuras capaces de proponer ideas nuevas.
El conflicto entre el ideal republicano y el monárquico se comprende mejor a través de la oposición entre dos máximas que con frecuencia se escuchan en boca de nuestros políticos: El poder es para usarlo y El poder es para conservarlo. La primera es el lema de los clientelistas y populistas de cualquier ralea, y la segunda es el axioma de los partidarios del orden eterno e inmutable de las oligarquías.
Sin embargo, de esto me ocupare en la próxima entrega.