Tomar en cuenta la atrofia histórica que presenta la figura del Jefe Militar en el imaginario dominicano induce a considerar la inserción particular de las instancias del Caudillo y del Mesías en el mismo escenario en que se mueve y se dimensiona la figura de dicho Jefe. En efecto, el caudillismo dominicano expresa una falta, una “ausencia” o una “pérdida” de sentido.
Para la mentalidad mesiánica, la figura del Elegido, del Mesías, se presenta siempre como una súper figura, una instancia significativamente capaz de “relanzar” la historia de la comunidad hacia nuevos rumbos o, al menos, por otras vías: el mesías no es compatible con la repetición de Lo Mismo. No hay “mesías” sin una renovación de los términos del pacto social.
Es por eso que la primera tarea que debe realizar el Mesías es la de desmarcarse de los demás integrantes de su comunidad, y sobre todo, de los otros “mesías” preteridos o concurrentes. Sólo a través de haber probado su unicidad-singularidad podrá ser reconocido por su comunidad como “Aquel a quien se esperaba”, quedando establecido que él es ciertamente el “Ungido” o el “Elegido”.
En materia de mesianismo, en efecto, la manera en que se accede al Poder resulta irrelevante, como lo demuestra el hecho de que la mentalidad mesiánica puede sobrevivir incluso en los sistemas democráticos, a pesar de que la mayoría de los “líderes”, “gobernantes” y “mandatarios” tienen en común el hecho de haber sido elegidos, aunque no todos son ni se comportan como “mesías”, por supuesto.
Esto es así porque, por definición, todo mesías es la criatura de una necesidad, de una carencia que funda una espera. Es por eso que pocas cosas son más ridículas que un mesías auto proclamado, ya que el verdadero mesías es aquel que colmata una brecha, llena un vacío, “confirma” la llegada de “aquel que se esperaba”. Por vía de consecuencia, lo primero que “reconocen” o “identifican” aquellos que pretenden haberlo “encontrado” es su propia carencia o necesidad de un mesías.
Es por esto que muchas personas se sienten conminadas a releer las “profecías”, buscando aprender a “reconocer” la estrategia de anticipación que funda simultáneamente tanto el discurso profético como el mesiánico y los convierte en instancias del discurso del deseo. Llegados a este punto, los lectores más avezados habrán logrado identificar, entre todas las definiciones posibles de la política contemporánea, aquella que la convierte en la administración de los deseos de una comunidad histórica como la que más conviene tener en cuenta a la hora de reflexionar acerca de las relaciones que se tejen entre el caudillismo y el mesianismo.
Consideradas desde esta perspectiva, resulta posible comenzar a comprender por qué a la mayoría de los políticos les resulta imposible apartarse del guion que los induce a “prometer” irreflexivamente toda clase de cosas a una comunidad que a sus ojos aparece como aquella “masa acéfala” que imaginaba Napoleón (quien tenía, por supuesto, poderosas razones para pensar de este modo acerca del mismo pueblo que él gobernó con mano de hierro).
Desde el plano del discurso, sin embargo, esas “promesas” comparten con las “profecías” la misma capacidad de ubicarse “más allá del bien y el mal”, es decir, fuera de las barreras que separan habitualmente a la verdad de la mentira. Si se concibe la realidad como el único lugar donde es posible validar o invalidar los discursos, lo único que puede decirse acerca de las promesas de los políticos es que son ficciones (sí, como la de esos poetas y escritores a quienes esos mismos políticos desprecian) hasta que la Voluntad de Poder permita validarlas en el plano de lo real.
A pesar de que esto último constituye una verdad de perogrullo, en la R.D., el político-profeta, como el behique de los taínos, es todavía el “brujo de la tribu”, y esto nunca ha resultado tan evidente como en las épocas en que el providencialismo ha sustituido a la razón política. El discurso cientista y positivista de nuestros políticos del final del siglo XIX debía mucho de su fuerza precisamente a esa manía de anticipación profética por vía de la cual se apuntaba a tocar el nervio mismo de las carencias y necesidades colectivas.
Algo que cada ciudadano dominicano contemporáneo debe tener en cuenta es que la mayoría de nuestros políticos, prácticamente todos sus “asesores”, muchos de sus “repetidores” y un buen número de sus “bocinas” e “influencers” nos presuponen incapaces de despejar los acertijos, incógnitas y señales que diseminan por todas partes al elaborar los discursos oficiales, sean estos de tipo profético o de tipo pragmático.
Es por eso que hace falta resucitar la vieja costumbre de leer colectivamente esos discursos, discutirlos y desarmarlos hasta encontrar el hilo rojo escondido que los convierte en poco más que supuestas “verdades por verificar” o simples verdades a priori”. Sobre todo, estar atentos a los discursos de tipo profético implica estar listos para comenzar a detectar las carencias y ausencias que nuestra sociedad prefirió esconder detrás del oscuro paño de espera de un “mesías”. Esto así porque los deseosos no tienen memoria: el deseo es siempre contemporáneo de su objeto, de la misma manera en que todos los mesías son hijos del olvido y padres de ese “olvido que serán”, para parafrasear a Faciolince.