En los últimos años, hemos sido testigos de intentos de censura contra individuos asociados a proyectos antidemocráticos. Esta situación puede llevarnos a reflexionar sobre si no debemos tolerar a quienes consideramos intolerantes para no convertirnos nosotros mismos en personas antidemocráticas. Se trata de la “paradoja de la tolerancia”, formulada por el filósofo Karl Raymond Popper (1902-1994).
En su obra La sociedad abierta y sus enemigos, Popper sostiene que si fuéramos tolerantes con los intolerantes, entonces, terminaríamos destruyendo la tolerancia. Esto no quiere decir que proponga censurar a las personas intolerantes o sospechosas de defender una ideología antidemocrática. De hecho, Popper entiende que lo adecuado es refutar los planteamientos de los individuos intolerantes mediante argumentos, siempre y cuando dichos individuos no se conviertan en una amenaza real para el espacio público.
Pero, ¿qué ocurre si los defensores de una ideología intolerante se niegan al debate racional? El auge de la posverdad nos muestra como conspiranoicos y fundamentalistas religiosos no están abiertos a un debate crítico, a aceptar la posibilidad de evidencias que muestren la falsedad de sus creencias, llegando incluso a realizar prácticas violentas en nombre de sus convicciones. Un ejemplo de ello fue el célebre asalto al Capitolio el 6 de junio de 2021. (https://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-55568590).
En estos casos, emerge una tensión entre el principio de tolerancia constitutivo de toda sociedad democrática -que estimula a la conversación amistosa sobre la diferencias conceptuales- y el principio de sobrevivencia -que empuja a trazar límites a quienes defienden creencias que destruirían una sociedad abierta-. Es obvio que estos casos llevan a priorizar el principio de sobrevivencia democrática sobre el principio de tolerancia.
No obstante, estas situaciones son excepcionales. El problema radica en que la polarización política propia de nuestro tiempo genera una atmósfera de desproporcionalidad que exagera la lectura de los acontecimientos y los discursos de los agentes sociales.
En este sentido, existe un peligro latente a que los defensores de posturas democráticas perciban erróneamente como amenazas reales a individuos que, si bien defienden posturas fundamentalistas, en la práctica no constituyen un auténtico peligro a la convivencia de una sociedad abierta. En estos casos, intentar la censura contra estas posturas resulta autoritario y contribuye a debilitar el funcionamiento de una sociedad democrática.