Tan cierta y evidente como las que siembran el horror y desangran pueblos enteros, existe hoy una guerra contra las palabras. Usar la propia lengua está siendo cada día más difícil y, lo que es peor, ha dejado de ser el acto más espontáneo del comportamiento humano para convertirse en una maquinación al servicio de la simulación. Las innúmeras trabas que se le imponen cotidianamente a nuestra habla, han terminado por desnaturalizar las palabras. Hoy, nuestro discurso yace exangüe sobre el miasma del lenguaje.

La ideología y la tramposa tecnología, unidas en su empeño por trastocar las categorías del conocimiento, combaten hombro a hombro y a brazo partido esta guerra desleal. Se trata de una auténtica guerra mundial, que, sin derramamiento de sangre, mata. Y digo que mata porque gradualmente, con la deshumanización de las palabras, se nos aleja de nuestra más primordial condición humana: el ser gregario. En su furia ciega, la ideología insiste en pervertir la gramática y la tecnología lucha por trastornar el uso de la lengua; la ideología intenta destruir el sentido común y la tecnología multiplica las posibilidades de falsificación de la realidad; la ideología apuesta por anular la reflexión filosófica y la tecnología margina y pone bozal si se la contradice. Si algún historiador trabaja o medita el título que dará a nuestro siglo en su próximo libro, sin que me lo pida, aquí tiene mi aporte: el siglo de la palabra deshuesada.

Hasta la invención del teléfono, la tecnología jugaba de nuestro lado, luego se pasó al bando enemigo y hoy ha jurado derrotarnos. Y aunque la aparición del teléfono supuso la muerte del género epistolar, cosa grave y triste en sí misma, por lo menos nos sugería todavía un elemental acto humano, es decir, el de hablar con los otros, decir y escuchar palabras de nuestros semejantes. Más allá de su carga y contenido teológicos, a los embajadores de la tecnología convendría detenerse y reflexionar sobre la significación que entraña el relato bíblico de la creación por medio de la palabra. En la intención del hagiógrafo genesíaco leemos que la palabra divina, además de sacar de la nada a las criaturas, les daba el ser. Por mi parte, considero que sería empobrecedor dejar que el acontecimiento creador que nos narra el Génesis se agote en la simple aparición del ser humano en el mundo, sin considerar que después de creado, el hombre, para afirmar y renovar su humanidad, tendrá siempre necesidad de las palabras.

Sin embargo, el fenómeno actual de la hipercomunicación, hijo de la tecnología, en lugar de acercar a las personas, las ha distanciado, generando una soledad cien veces más desgarradora que la que pudieron experimentar cualquiera de nuestros ancestros cuando apenas podían escribirse cartas. Y todo ello porque hoy día la soledad está hecha de palabras deshuesadas, de palabras deshumanizadas, desprovistas de toda emoción y vida. Antes, para la inmensa mayoría de los amantes, una carta bastaba para soportar meses de distancia y separación; en esa carta el amante leía las palabras manuscritas que fundaban un sentimiento y ofrecían una promesa, palabras verdaderas que se multiplicaban y reproducían en el tiempo sin necesidad de otras palabras. Es decir, aquellas palabras, porque eran verdaderas, prescindían de más palabras.

A través de su catálogo obsceno de apps y redes, la infinitud de canales de mensajería instantánea que la hipercomunicación pone a disposición de las masas, ha vaciado las palabras de su sustancia y peso intrínsecos: lo que se dice o escribe ahora, puede ser desdicho y negado inmediatamente después. Las palabras son remplazadas y negadas por otras en el acto, despojándoselas así del efecto y feracidad que una vez tuvieron y de los que hoy todavía necesitan. Porque si aún se insiste en ignorarlo, este desconocimiento actual no es ya inocente sino culpable, pues es innegable que también las palabras necesitan del silencio, del silencio donde prosperarán y confirmarán al hombre en su ser y humanidad lábiles.

El hecho que la gente en bares y restaurantes este más atenta a sus móviles, explica bien el peligro de esta deformación histórica en el seno de las relaciones humanas. Pronto, muy pronto la gente no será capaz de hablar mirándose a los ojos porque preferirá esconderse debajo del teclado de sus aparatos; pronto, muy pronto la conversación y el trato interpersonales serán exiliados, y se impondrán la pose y el discurso políticamente correcto; pronto, muy pronto, nadie será capaz de conocer a quien tiene delante porque todos sospecharán y desconfiarán de todos. Es este vacío ensordecedor, obra de la ficción tecnológica, sobre el que se construye en la actualidad la gran parte de las relaciones humanas (las cuales pueden considerarse ya en su origen natimuertas y caducas), el que ha generado esa soledad desgarradora de la que hablé más arriba.

Nunca olvidaré cuando, hace más de una década, visité a un amigo de la infancia en su casa de Sacramento, y luego de presenciar una fútil disensión con su esposa, salimos al jardín a hablar y bebernos unas cervezas; a ratos, interrumpía nuestro coloquio y manipulaba su móvil, ni siquiera se había terminado su lata de cerveza y continuaba aporreando el teclado del aparato. En silencio, me terminé la mía y, dado que mi amigo de la infancia ni bebía ni hablaba conmigo, le sugerí: “¿Y por qué mejor no vuelves donde ella y hablan?”. Hoy sin duda sé que su respuesta entonces, bajo el cielo cerúleo de California, sembró las semillas de este artículo: “Parece mentira, pero mi mujer y yo nos entendemos mejor por aquí”, me dijo, blandiendo el móvil como si blandiera un trofeo. Años más tarde, no me sorprendió enterarme que había regresado a Santo Domingo después de su divorcio con la gringa.

A menudo me sucede que, al recordar mi infancia, me embarga un hondo sentimiento de dicha, un sentimiento que, sin embargo, inevitablemente se enturbia, manchándose con la desventura que sobrevuela y amenaza sobre esta generación. De niño yo jugaba al aire libre con mis vecinos, montaba bicicleta y, los fines de semana, nos volábamos la verja del colegio para ocupar el enorme patio y desafiar a los rivales del otro barrio en juegos de pelota; corríamos, gritábamos, ganábamos, perdíamos, nos enojábamos y a veces hasta peleábamos. La vida sucedía y se movía con nosotros dentro de su esfera cósmica, y no ante una jodida pantalla, es decir, estábamos siempre expuestos a los otros y a las verdaderas palabras. Y cuando al anochecer volvía a casa, cansado y feliz, y mi abuela me decía que me habían telefoneado, mi respuesta solía ser: “Gracias abuela, de cualquier modo los veré mañana en el colegio”.

Ciertamente, poco después me alejé de los amigos y penetré en el templo sagrado de los libros: bullendo en el silencio, revelándome su sangre secreta, descubrí definitivamente el oro de la palabra entre los estantes de mi biblioteca. Me aficioné a ella, me hice su prosélito y hoy dependo de su interminable cadencia e íntimos sonidos. Sé bien que no es poeta el que escribe versos (hoy cualquiera cree poder hacerlo) sino el que tiene necesidad de las palabras y por ello las reproduce más allá del sentido puro de la expresión. Y porque me moriré apostando a las palabras, a las verdaderas palabras, las que se dicen y escuchan, o las que, escritas, respiran eternamente el largo hálito de la lengua, escribo este poema. Y lo escribo, sobre todo, porque desde que descubrí los libros, sé que la máxima aspiración de la palabra es el poema y también porque para conjurar la soledad de este siglo, hecha de palabras deshuesadas, nada nos es más necesario que el poema. Así las cosas:

 

MI PALABRA

Mi palabra es una mujer

que camina por mi sangre,

una mujer muda y desnuda

que no sabe mi nombre

pero inventa mi lengua

cuando calla o me toca.

Mi palabra es una mujer

que huye de mí y se refugia

en las ruinas del deseo,

y aprende mis labios

como un abecedario insomne

cuando arrecia la noche.

Esta mujer baja por mi cuerpo

hasta la tierra y la puebla

con mi voz torrencial,

se trepa a los árboles

y hiere los pájaros con la luz

de un cielo mutilado.

Esta mujer es todas mis palabras.

Ella toma la ciudad

y llueve sobre el mundo

su agua sangrienta

cuando reúne los restos

de un verano devastado.

Esta mujer o todas las palabras

desnacen todas mis formas

y me dejan a las puertas del origen,

donde la luz y el aire

me arrastran, vencido,

hacia el río del lenguaje.